Durante la prelacía del obispo Juan José
Díaz de Espada y Fernández de Landa (1802-1832), se llevaron a cabo
importantísimas reformas en el edificio, destruyendo cuanto en ella se
consideró entonces de mal gusto en adornos, altares, estatuas de santos, y
sustituyendo éstas por cuadros al óleo, copias de originales de Rubens,
Murillo, y otros grandes maestros, pintados por el artista francés Juan
Bautista Vermay, que vivió largo tiempo en La Habana, y sus discípulos.
Pero nosotros no podemos menos de lamentar
que el «amor a la sencillez y a las líneas regulares» que distinguía a Espada,
nos haya privado de poder contemplar los «adornos góticos» que distinguían a
esta iglesia, y arrancara de la Catedral «el cuadro que representaba —seguimos
a Pezuela— el forzoso embarque del obispo Morell de Santa Cruz en 1762 y la
violencia que con este prelado cometieron entonces los ingleses»; obra de arte
muy pintoresca sin duda y que suponemos hoy en el Palacio Arzobispal de La
Habana.
El templo forma un rectángulo de 34 x 35
metros, dividido interiormente por gruesos pilares en tres naves y ocho
capillas laterales. El piso es de baldosas de mármol negro y blanco. Entre sus
capillas se destacan la muy antigua de Nuestra Señora de Loreto, consagrada por
el obispo Morell de Santa Cruz en 1755, es decir, mucho antes de la
transformación del oratoria en catedral; y la llamada del Sagrario, con entrada
independiente, que corresponde a la parroquia anexa a la catedral.
El eminente arquitecto cubano, Joaquín M.
Weiss, que fue Profesor de Historia de la Arquitectura de la Universidad de La
Habana, nos dice:
Ninguna noticia tenemos del proyectista de
la Catedral, y sólo se mencionan, en relación con su construcción, al
arquitecto habanero Lorenzo Camacho, a quien se atribuye la hermosa portada de
la capilla de Nuestra Señora de Loreto; y a Pedro de Medina, maestro de alguna
reputación, que ejerció en La Habana, durante la segunda mitad del siglo XVIII,
y a quien, por lo menos, se encargaron las reformas realizadas a fines del
mismo.
Sin embargo, para nosotros
es evidente que los jesuitas tenían un plan perfectamente detallado antes de
comenzar las obras, tal vez trazado por un miembro de la misma Orden; y que
los maestros que intervinieron en la construcción no hicieron otra cosa que
ajustarse al proyecto original: tal abonan los documentos, el carácter
netamente jesuítico, y la unidad arquitectónica de la obra”.
Con respecto a la fachada sí asegura el
distinguido arquitecto y urbanista Luis Bay Sevilla:
La actual fachada de la Catedral, puede
asegurarse que es obra del arquitecto gaditano Pedro Medina, que trabajó en el
Palacio Municipal, el Arco de Belén y en otros edificios importantes de la
Capital. Un contemporáneo suyo, el ilustre médico cubano Dr. Tomás Romay, lo
proclamó así en la oración fúnebre que en honor a su memoria pronunciara en la
Sociedad Económica de Amigos del País, meses después de ocurrida su muerte en
esta capital, el 27 de septiembre de 1796, contando cincuenta y ocho años de
edad.
Las obras de escultura y orfebrería del
altar mayor y su tabernáculo, en ricos mármoles y metales, son casi todas obra
del artista italiano Bianchini, ejecutadas en Roma en 1820, bajo la dirección
del famoso escultor español Antonio Solá.
Tras de dicho altar mayor se
conservan tres grandes frescos, originales del ilustre pintor italiano
Giuseppe Perovani, que inspiraron una oda altamente elogiosa a nuestro primer
poeta, Manuel de Zequeira y Arango.
Son, con los cuadros de Vermay, las obras
más notables de este género que encierra ese templo. Y los frescos debidos al
pincel de Perovani tienen, además de su mérito artístico, un cierto valor
histórico, ya que de este artista se tiene noticia de que fue el primero que se
dedicó a la enseñanza de la pintura en La Habana.
Asimismo tiene gran valor histórico un tabernáculo
situado al lado izquierdo del altar mayor, regalo de uno de los más ricos e
influyentes entre los primeros vecinos de la entonces villa de La Habana, el
muy nombrado Juan de Rojas, a la vieja Parroquial Mayor, que, por lo demás,
como sabemos, era un templo pobrísimo.
En la nave central catedralicia se alzaba,
hasta el cese de la dominación española, un imponente monumento funerario
erigido poco antes en homenaje a Cristóbal Colón, obra del artista español
Arturo Mélida, y que contenía las supuestas cenizas del Gran Almirante —objeto
de interminables polémicas sobre su autenticidad—, que habían sido traídas de
Santo Domingo en 1796, al ser cedida dicha isla por España a Francia, y que
fueron trasladadas en 1898 a Sevilla en cuya catedral reposan, encerradas en
aquel mismo mausoleo.
Pero quedan en la Catedral varias tumbas
interesantes, sobresaliendo, en la citada capilla de Santa María de Loreto, la
del obispo que fue de La Habana Don Apolinar Serrano, sobre la cual se levanta
la estatua orante de dicho prelado.
Desde 1941 cuenta la Catedral con un Museo
Capitular donde se han cogido las muchas interesantísimas y muy valiosas obras
y joyas que posee, entre las cuales se destacan varios sagrarios o custodias de
gran mérito, como la que fue donada por el obispo Morell de Santa Cruz, una
colección de retratos al óleo de los obispos de la diócesis habanera y un
cuadro muy pequeño, que representa el Papa celebrando la Misa ante el Emperador
y grandes dignatarios eclesiásticos y civiles, y que se dice fue pintado en
Roma en 1478, es decir, catorce años antes del descubrimiento de América, y
que no sabemos cómo hubo de llegar a Cuba.
De 1946 a 1949, la Catedral fue sujeta a un
amplísimo proceso de restauración, o, más bien, de renovación, dirigido por el
arquitecto Cristóbal Martínez Márquez, con el fin de remediar graves defectos
que presentaba en su construcción, debidos al hecho de que la falta de fondos
impidió que la primitiva iglesia del oratorio de los jesuitas —pudiese ser
totalmente reconstruida según los planes de los obispos Morell, Tres Palacios y
Espada, aparte de que tampoco los jesuitas habían llegado a terminar su plan
primitivo.
Para estas obras, ejecutadas por iniciativa
del Cardenal Arzobispo de La Habana, Manuel Arteaga, el gobierno del Dr. Ramón
Grau San Martín aportó la cantidad de $250,000. Esta reconstrucción fue un
verdadero éxito, pues el templo, gracias a ella, ganó mucho en luz,
ventilación, seguridad, belleza y, sobre todo, en grandiosidad.
En esa ocasión fueron colocadas, en dos
nichos de la fachada, las estatuas de Cristóbal Colón y el Padre de Las Casas,
originales del escultor cubano Sergio López Mesa, buenas obras de arte, pero
cuyo estilo moderno contrasta con la vieja fachada. Posteriormente el Gobierno
Revolucionario suprimió estas estatuas inadecuadas al lugar.
La Catedral forma, con el convento de San
Francisco, la iglesia de Paula, la de la Merced y acaso la del Ángel, el grupo
de templos habaneros de la época colonial que merecen conservarse como monumentos
representativos de aquella época de nuestra historia. A la Catedral la favorecen,
además, el aspecto interesantísimo y típicamente colonial de la plaza frente a
la cual se levanta, y que lleva su nombre, y los edificios, bellas casas
netamente habaneras de antaño que, en torno de la plaza, parecen hacer
permanente guardia de honor al viejo templo.
De su exterior, donde resalta la asimetría
de sus dos torres tan notoriamente desiguales, dice acertadamente Weiss:
Estilísticamente este edificio va mucho más
allá que cualquier otro monumento de nuestro sobrio barroco setecentista: la
concavidad de su muro de fachada, con las columnas dispuestas en ángulo; el
grado a que han sido llevadas la inscripción e intersección de los elementos
arquitectónicos; y el contorsionismo de sus líneas, lo hermanan a las obras más
radicales de la escuela barrominesca.
La Catedral de La Habana, no sólo prestigia
la antigua Plazuela de la Ciénaga que sin ella perdería mucho de su venerable
personalidad, sino que ha trascendido a nosotros como símbolo espiritual de
nuestro pasado y blasón inapreciable de nuestra arquitectura colonial.
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