Federico Chopin: en el aniversario 163 de la muerte de uno de los más
grandes pianistas de la historia
El
compositor y virtuoso pianista polaco Federico Chopin
(Fryderyk Franciszek Chopin) nació en Żelazowa Wola, Polonia, el
22 de febrero de 1810 y murió en París, el 17 de
octubre de 1849.
Considerado como uno de los más importantes
pianistas de la historia. Su perfecta técnica, su refinamiento estilístico y su
elaboración armónica han sido comparadas históricamente con las
de Johann Sebastian Bach, Franz Liszt y Ludwig van
Beethoven por su perdurable influencia en la música de tiempos
posteriores.
La obra de Chopin representa
el Romanticismo musical en su estado más puro.
Si el piano es el instrumento romántico por
excelencia se debe en gran parte a la aportación de Frédéric Chopin: en el
extremo opuesto del pianismo orquestal de su contemporáneo Liszt –representante
de la faceta más extrovertida y apasionada, casi exhibicionista, del
Romanticismo–, el compositor polaco exploró un estilo intrínsecamente poético,
de un lirismo tan refinado como sutil, que aún no ha sido igualado.
Pocos son los músicos que, a través de la
exploración de los recursos tímbricos y dinámicos del piano, han hecho «cantar»
al instrumento con la maestría con qué él lo hizo. Y es que el canto constituía
precisamente la base, la esencia, de su estilo como intérprete y como
compositor.
Hijo de un maestro francés emigrado a
Polonia, Chopin fue un niño prodigio que desde los seis años empezó a frecuentar
los grandes salones de la aristocracia y la burguesía polacas, donde suscitó el
asombro de los asistentes gracias a su sorprendente talento. De esa época datan
también sus primeras incursiones en la composición.
Wojciech Zywny fue su primer maestro, al que
siguió Jozef Elsner, director de la
Escuela de Música de Varsovia. Sus valiosas enseñanzas
proporcionaron una sólida base teórica y técnica al talento del muchacho, quien
desde 1829 emprendió su carrera profesional como solista con una serie de conciertos
en Viena.
El fracaso de la revolución polaca de 1830
contra el poder ruso provocó su exilio en Francia, donde muy pronto se dio a
conocer como pianista y compositor, hasta convertirse en el favorito de los
grandes salones parisinos. En ellos conoció a algunos de los mejores
compositores de su tiempo, como Berlioz, Rossini, Cherubini y Bellini, y
también, en 1836, a
la que había de ser uno de los grandes amores de su vida, la escritora George
Sand.
Por su índole novelesco y lo incompatible de
los caracteres de uno y otro, su relación se ha prestado a infinidad de
interpretaciones. Se separaron en 1847. Para entonces Chopin se hallaba
gravemente afectado por la tuberculosis que apenas dos años más tarde lo
llevaría a la tumba. En 1848 realizó aún una última gira de conciertos por
Inglaterra y Escocia, que se saldó con un extraordinario éxito.
Excepto los dos juveniles conciertos para
piano y alguna otra obra concertante (Fantasía sobre aires polacos Op.
13, Krakowiak Op. 14) o camerística (Sonata para violoncelo y piano), toda
la producción de Chopin está dirigida a su instrumento musical, el piano, del
que fue un virtuoso incomparable.
Sin embargo, su música dista de ser un mero
vehículo de lucimiento para este mismo virtuosismo: en sus composiciones hay
mucho de la tradición clásica, de Mozart y Beethoven, y también algo de Bach,
lo que confiere a sus obras una envergadura técnica y formal que no se
encuentra en otros compositores contemporáneos, más afectos a la estética de
salón.
La melodía de los operistas italianos, con
Bellini en primer lugar, y el folclor de su tierra natal polaca, evidente en
sus series de mazurcas y polonesas, son otras influencias que otorgan a su
música su peculiar e inimitable fisonomía.
A todo ello hay que añadir la propia
personalidad del músico, que si bien en una primera etapa cultivó las formas
clásicas (Sonata núm. 1, los dos conciertos para piano), a partir de mediados
de la década de 1830 prefirió otras formas más libres y simples, como los
impromptus, preludios, fantasías, scherzi y danzas.
Son obras éstas tan brillantes –si no más–
como las de sus predecesores John Field y Carl Maria von Weber, pero que no
buscan tanto la brillantez en sí misma como la expresión de un ideal secreto;
música de salón que sobrepasa los criterios estéticos de un momento histórico
determinado.
Sus poéticos nocturnos constituyen una
excelente prueba de ello: de exquisito refinamiento expresivo, tienen una
calidad lírica difícilmente explicable con palabras.
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