Por Ana
María Radaelli*
Oscuros amanuenses y escribientes de
nombradía, tontos de capirote y muy ilustrados aspirantes al consumismo
incontinente del capitalismo globocolonizador, al decir de Frey Betto, se dan
la mano para repetir hasta el hartazgo una frasecita que de inocente nada
tiene: “Me gustaría que Cuba fuera un país normal”. “Yo quiero vivir en un país
normal, y Cuba no lo es”, ya suspirando “Anhelo la normalidad. Un país que sea
normal”, ya perentorios: ¡“Cuba tiene que acabar de ser normal”!
Déjenme contarles que yo nací en un país al
parecer del todo normal. Guardo, por ejemplo, de mi cumpleaños número quince,
con inmejorable nitidez, la imagen de Buenos Aires, Plaza de Mayo, para ser
exacta, bombardeada en plena mañana, de ómnibus destripados con su gente
adentro destripada, la de la Revolución Libertadora y su ¡Viva Cristo Rey!,
¡Venceremos!, a punta de tanques y bayoneta, la que ocultaba prolijamente
fusilamientos y fusilados en solares yermos y basurales, una gran Operación
Masacre como preámbulo del país que se iba gestando.
El país del golpe de Estado de 1976 y sus 30
000 desaparecidos, país del Miedo y el Espanto, de los frenazos de Ford Falcon
en noches de cacería, de pozos y chupaderos y maternidades clandestinas y bebés
robados y vuelos de la muerte y tumbas NN sin fin y Operación Cóndor… País
prolijamente limpiado, como muchos otros, para entronizar a Su Ilustrísima
Majestad: la Sociedad de Mercado Neoliberal. Y así nos fue.
Déjenme contarles también que yo llegué a
Cuba en 1969, y me encontré con un país
rayano en el surrealismo. Y es que a la
muy joven Revolución Socialista no le quedaba otro camino que dedicar todos sus
esfuerzos, que no eran pocos, y su economía, que era magra –ya el bloqueo hacía
estragos--, en asegurar la defensa de lo conquistado a precio de sangre
derramada en la sierra y en el llano, mientras yo añoraba, tontamente, a la
hora del desayuno, una taza de café con leche y un trozo de pan untado de
mantequilla, qué locura.
Solo en
el año de mi llegada, se verificaron los siguientes actos terroristas: **
Incendio en el centro comercial de Pina,
Morón, provincia de Camagüey; los autores resultaron detenidos. Explosión de
una granada norteamericana de fragmentación en una casa donde se encontraba el
contrarrevolucionario Alejandro Blay Martínez, quien preparaba la ejecución de
planes contra la zafra de 1970. El hecho produjo la muerte de tres niños e
hirió a un cuarto.
Infiltración, en la provincia de Oriente, de
varios agentes de la CIA encabezados por Amancio Mosquera, alias Yarey, quien
fue capturado. Explosión de una bomba frente al Consulado General de Cuba en
Montreal, Canadá. Secuestro de un avión MIG-17, que aterrizó en el aeropuerto
de Homestead, en la Florida.
En el año siguiente, 1970, se recrudecen los
sabotajes en el sector azucarero, se producen nuevos desembarcos mercenarios,
se multiplican los ataques y secuestros de pescadores con sus embarcaciones...
Largo sería el inventario. Y las embestidas siguieron, siguen, se repiten,
cambian de escenario, ahora es el digital, pero el guión ¡es el mismo!
En fin, que desde entonces y hasta el sol de
hoy, mi vida, al igual que la de todos los cubanos, ha transcurrido bajo el
signo del acoso sin tregua y la también sin tregua agresión criminal.
Atesoro, sin embargo, de aquellos años
inaugurales, algo que se parece mucho a la nostalgia, cuando las guardias
interminables y los trabajos voluntarios en el campo o en la construcción y las
movilizaciones y las convocatorias a la Plaza con Fidel refrendaban con júbilo
el amor compartido y nuestras certezas inconmovibles, aunque solo tuviéramos
dos mudas de ropa, y que el café con leche, pan y mantequilla ya no fuesen ni
recuerdo.
Pero volviendo al tema. De algo sí puedo
estar segura: Oriunda de esta orilla que me tocó en suerte, y a cuánta honra,
yo no quiero vivir en un país del Mundo Primero donde lo normal sea, por
ejemplo, que la extrema derecha arrase en las urnas y el fascismo cotidiano
capee por sus respetos, donde los inmigrantes, llegados de sus esquilmadas ex
colonias, sean tratados como bestias, donde el desempleo y los desalojos
reduzcan a la miseria a miles y miles de seres humanos que, en muchísimos
casos, buscan escape en el suicidio, mientras las drogas y la violencia generan
sociedades cada día más enfermas.
Tampoco quiero vivir en uno de esos países
”normales” del Mundo Tercero donde el FMI impone sus políticas de hambre y
miseria, con sus ciudades capitales de torres encristaladas, boutiques y
shopping–centers delirantes, monstruosos hipermercados y boîtes de nuit y
farándula del jet set y Jockey Club y restaurantes principescos y limusinas y
countries y condominios enjaulados y City de magnates y ejecutivos, a pocos
pasos de los muertos de hambre y de frío, de chicos flacos, sucios y
andrajosos, pies descalzos también en pleno invierno, buscando en la basura
algo que comer, ciudades de viejitos y viejitas apiñaditos para darse un algo
de calor, también hombres solos, niños solos, o mujeres con niños de brazos,
envueltos en papel de diario, durmiendo en zaguanes y veredas, inermes,
desahuciados, niños-viejos esclavitos agrícolas, o textiles o sexuales, países
“normales” donde la tala de bosques originarios despojan a los pueblos de su
bien más preciado: la tierra, esa que la sojización made in Monsanto envenena,
con una atroz secuela de enfermedades letales, el cáncer por ejemplo, o donde
la minería a cielo abierto deja a su paso destrucción y muerte. Y mucho menos en
ex países de la bella Europa cuyos gobiernos han caído al nivel de consulado
gringo.
Quiero vivir en un país tan “anormal” como
para haber hecho, hace más de 50 años, la primera revolución cultural en
América Latina, que arranca con la alfabetización y hace que hoy decenas de
miles de maestros y de médicos cubanos anden por el mundo repartiendo saber y
vida, y no balas y bombas.
Tan “anormal” como para darse el lujo de
tener una escuela, con su maestro y su computadora, en pleno corazón de
intricadas serranías… para un solo niño, poco importa que sea blanco o negro.
Es decir, tan “anormal” como para no tener un solo niño-limpiaparabrisas,
hambreado y harapiento, jugándose la vida, por una moneda, en un semáforo
cualquiera.
Un país tan “anormal” como para tener una
tasa de mortalidad infantil inferior a la de los Estados Unidos, como para
hacer un trasplante de corazón, o de riñón o un tratamiento de hemodiálisis,
por ejemplo, sin mediar un centavo, y mucho menos consideraciones de tipo
político o religioso o racial, por supuesto.
Tan” anormal” como para hacernos creer, con
pruebas al canto, que somos todos nosotros los protagonistas de nuestra propia
historia. ¿De qué “normalidad” se nos habla? Al respecto, el intelectual cubano
Enrique Ubieta escribe: “Cuando dicen que seamos normales, ¿qué quieren decir
con eso? Lo normal en el mundo es el consumismo, lo normal en el mundo son las
leyes bravas del mercado y yo no quiero ser normal. Yo no quisiera que este
país retrocediera. Creo que la gran victoria de Cuba es no ser normal en un
mundo donde la injusticia social y la indiferencia ante ella son normales”.
Por su parte, Fernando Martínez Heredia,
Premio Nacional de Ciencias Sociales, refiriéndose al tema, señala: “En el
fondo, esa supuesta normalidad es la de la vida y las relaciones sociales que
regían antes de la Revolución. Eso es lo que pretende el conservatismo social
en la Cuba actual: que volvamos a lo normal y que cada cual se dé su lugar. Es
decir, que la sociedad que hemos creado se suicide”.
Hace poco escribí: Junto a este pueblo he
vivido momentos felices y luctuosos, soportados agresiones y bloqueo, guerra
bacteriológica, trastadas pavorosas de madre naturaleza y un periodo especial
que cada cual lleva cosido a la piel, por duro, terrible, cuántas veces
desesperante, que sacó de nosotros lo mejor y también lo peor. Sobrevivir
habiendo salvaguardado las conquistas de la Revolución, es para muchos orgullo
mayor. Sinceramente lo digo: No conozco sociedad alguna capaz de hazaña
semejante.
¿Acaso
no sería un suicidio renunciar a tanta proeza junta?
Porque, en definitiva, no es otra cosa la
que el enemigo reclama. Un suicidio colectivo. La carbonización de nuestros
sueños, la inmolación de nuestra soberanía, esa que hace de Cuba paradigma de
bravura y osadía. Que la desmemoria nos mute en zombis para, simplemente,
volver a ser ¿un país? “normal”. ¿Cómo Puerto Rico, por ejemplo?
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