periodista Rodolfo Walsh, uno de los fundadores de Prensa Latina en 1959 |
Por
Gabriel García Márquez
Uno de mis mejores recuerdos de periodista
es la forma en que el Gobierno revolucionario de Cuba se enteró, con varios
meses de anticipación, de cómo y dónde se estaban adiestrando las tropas que
habían de desembarcar en la Bahía de Cochinos.
La primera noticia se conoció en la oficina
central de Prensa Latina, en La Habana, donde yo trabajaba en diciembre de
1960, y se debió a una casualidad casi inverosímil.
Jorge Ricardo Masetti, el director general,
cuya obsesión dominante era hacer de Prensa Latina una agencia mejor que todas
las demás, tanto capitalistas como comunistas, había instalado una sala
especial de teletipos sólo para captar y luego analizar en junta de redacción
el material diario de los servicios de Prensa del mundo entero.
Dedicaba muchas horas a escudriñar los
larguísimos rollos de noticias que se acumulaban sin cesar en su mesa de
trabajo, evaluaba el torrente de información tantas veces repetido por tantos
criterios e intereses contrapuestos en los despachos de las distintas agencias
y, por último, los comparaba con nuestros propios servicios.
Una noche, nunca se supo cómo, se encontró
con un rollo que no era de noticias sino del tráfico comercial de la Tropical
Cable, filial de la All American Cable en Guatemala.
En medio de los mensajes personales había
uno muy largo y denso, y escrito en una clave intrincada. Rodolfo Walsh, quien
además de ser muy buen periodista había publicado varios libros de cuentos
policiacos excelentes, se empeñó en descifrar aquel cable con la ayuda de unos
manuales de criptografía que compró en alguna librería de viejo de La Habana.
Lo consiguió al cabo de muchas noches
insomnes, y lo que encontró dentro no sólo fue emocionante como noticia, sino
un informe providencial para el Gobierno revolucionario.
El cable estaba dirigido a Washington por un
funcionario de la CIA adscrito al personal de la Embajada de Estados Unidos en
Guatemala, y era un informe minucioso de los preparativos de un desembarco
armado en Cuba por cuenta del Gobierno norteamericano. Se revelaba, inclusive,
el lugar donde iban a prepararse los reclutas: la hacienda de Retalhuleu, un
antiguo cafetal en el norte de Guatemala.
Idea
magistral
Un hombre con el temperamento de Masetti no
podía dormir tranquilo si no iba más allá
de aquel descubrimiento accidental.
Como revolucionario y como periodista congénito se empeñó en infiltrar un
enviado especial en la hacienda de Retalhuleu.
Jorge R. Masetti (izq) junto a Miguel Angel Asturias y Rodolfo Walsh |
Durante muchas noches en claro, mientras
estábamos reunidos en su oficina, tuve la impresión de que no pensaba en otra
cosa. Por fin, y tal vez cuando menos lo pensaba, concibió la idea magistral.
La concibió de pronto, viendo a Rodolfo Walsh que se acercaba por el estrecho
vestíbulo de las oficinas con su andadura un poco rígida y sus pasos cortos y
rápidos.
Tenía los ojos claros y risueños detrás de
los cristales de miope con monturas gruesas de carey, tenía una calvicie
incipiente con mechones flotantes y pálidos y su piel era dura y con viejas
grietas solares, como la piel de un cazador en reposo.
Aquella noche, como casi siempre en La
Habana, llevaba un pantalón de paño muy oscuro y una camisa blanca, sin
corbata, con las mangas enrolladas hasta los codos. Masetti me preguntó: “¿De
qué tiene cara Rodolfo?”. No tuve que pensar la respuesta porque era demasiado
evidente. “De pastor protestante”, contesté.
Masetti replicó radiante: “Exacto, pero de
pastor protestante que vende biblias en Guatemala”. Había llegado, por fin, al
final de sus intensas elucubraciones de los últimos días.
Como descendiente directo de irlandeses,
Rodolfo Walsh era además un bilingüe perfecto. De modo que el plan de Masetti
tenía muy pocas posibilidades de fracasar.
Se trataba de que Rodolfo Walsh viajara al
día siguiente a Panamá, y desde allí pasara a Nicaragua y Guatemala con un
vestido negro y un cuello blanco volteado, predicando los desastres del
apocalipsis que conocía de memoria y vendiendo biblias de puerta en puerta,
hasta encontrar el lugar exacto del campo de instrucción.
Si lograba hacerse a la confianza de un
recluta habría podido escribir un reportaje excepcional. Todo el plan fracasó
porque Rodolfo Walsh fue detenido en Panamá por un error de información del
Gobierno panameño. Su identidad quedó entonces tan bien establecida que no se
atrevió a insistir en su farsa de vendedor de biblias.
Masetti no se resignó nunca a la idea de que
las agencias yanquis tuvieran corresponsales propios en Retalhuleu mientras que
Prensa Latina debía conformarse con seguir descifrando los cables secretos.
Gabriel García Márquez como periodista de Prensa Latina |
Poco antes del desembarco, él y yo
viajábamos a Lima desde México y tuvimos que hacer una escala imprevista para
cambiar de avión en Guatemala. En el sofocante y sucio aeropuerto de la Aurora,
tomando cerveza helada bajo los oxidados ventiladores de aspas de aquellos
tiempos, atormentado por el zumbido de las moscas y los efluvios de frituras
rancias de la cocina, Masetti no tuvo un instante de sosiego.
Estaba empeñado en que alquiláramos un
coche, nos escapáramos del aeropuerto y nos fuéramos sin más vueltas a escribir
el reportaje grande de Retalhuleu. Ya entonces le conocía bastante para saber
que era un hombre de inspiraciones brillantes e impulsos audaces, pero que, al
mismo tiempo, era muy sensible a la crítica razonable.
Aquella vez, como en algunas otras, logré
disuadirle. “Está bien, che”, me dijo, convencido a la fuerza. “Ya me volviste
a joder con tu sentido común”. Y luego, respirando por la herida, me dijo por
milésima vez:
-Eres
un liberalito tranquilo.
En todo caso, como el avión demoraba, le
propuse una aventura de consolación que él aceptó encantado. Escribimos a
cuatro manos un relato pormenorizado con base en las tantas verdades que
conocíamos por los mensajes cifrados, pero haciendo creer que era una
información obtenida por nosotros sobre el terreno al cabo de un viaje
clandestino por el país.
Masetti escribía muerto de risa,
enriqueciendo la realidad con detalles fantásticos que iba inventando al calor
de la escritura. Un soldado indio, descalzo y escuálido, pero con un casco
alemán y un fusil de la guerra mundial, cabeceaba junto al buzón de correos,
sin apartar de nosotros su mirada abismal.
Más allá, en un parquecito de palmeras
tristes, había un fotógrafo de cámara de cajón y manga negra, de aquellos que
sacaban retratos instantáneos con un paisaje idílico de lagos y cisnes en el
telón de fondo.
Cuando terminamos de escribir el relato
agregamos unas cuantas diatribas personales que nos salieron del alma, firmamos
con nuestros nombres reales y nuestros títulos de Prensa, y luego nos hicimos
tomar unas fotos testimoniales, pero no con el fondo de cisnes, sino frente al
volcán acezante e inconfundible que dominaba el horizonte al atardecer.
Una copia de esa foto existe: la tiene la
viuda de Masetti en La Habana. Al final metimos los papeles y la foto en un
sobre dirigido al señor general Miguel Ydígoras Fuentes, presidente de la
República de Guatemala, y en una fracción de segundo en que el soldado de
guardia se dejó vencer por la modorra de la siesta echamos la carta al buzón.
Alguien había dicho en público por esos días
que el general Ydígoras Fuentes era un anciano inservible, y él había aparecido
en la televisión vestido de atleta a los 69 años, y había hecho maromas en la
barra y levantado pesas, y hasta revelado algunas hazañas íntimas de su
virilidad para demostrarles a sus televidentes que todavía era un militar
entero. En nuestra carta, por supuesto, no faltó una felicitación especial por
su ridiculez exquisita.
Masetti estaba radiante. Yo lo estaba menos,
y cada vez menos, porque el aire se estaba saturando de un vapor húmedo y
helado y unos nubarrones nocturnos habían empezado a concentrarse sobre el
volcán. Entonces me pregunté espantado qué sería de nosotros si se desataba una
tormenta imprevista y se cancelaba el vuelo hasta el día siguiente, y el
general Ydígoras Fuentes recibía la carta con nuestros retratos antes de que
nosotros hubiéramos salido de Guatemala.
Masetti se indignó con mi imaginación
diabólica. Pero dos horas después, volando hacia Panamá, y a salvo ya de los
riesgos de aquella travesura pueril, terminó por admitir que los liberalitos
tranquilos teníamos a veces una vida más larga, porque tomábamos en cuenta
hasta los fenómenos menos previsibles de la naturaleza.
Al
cabo de veintiún años, lo único que me inquieta de aquel día inolvidable es no
haber sabido nunca si el general Ydígoras Fuentes recibió nuestra carta al día
siguiente, como lo habíamos previsto durante el éxtasis metafísico.
Publicado
en El País, de España, el 16 de diciembre de 1981, con información tomada del sitio digital Cubadebate
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