Después de la reciente canonización de Juan
Pablo II, no
puedo olvidar al indio Hatuey y la historia que mis maestros me enseñaron
durante mi formación en las escuelas cubanas.
Cuando vi las noticias llegadas del Vaticano
que anunciaban el viaje eterno al Paraíso de los inmaculados hombres-santos, a
donde enviaban el espíritu de Karol Wojtyła, devenido el “Papa viajero”, recordé la
vieja leyenda del indio taíno-cubano, atado a un árbol para ser quemado vivo
por enfrentar a los colonizadores españoles.
Según cuenta fray Bartolomé de las Casas en
su Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552), -que conste que la historia no tiene visos comunistas porque fue narrada en el siglo XVI-, el indio guerrero
fue condenado a la hoguera, castigo reservado a los más viles criminales. Pero
cuando estaba a punto de ser quemado, al preguntársele si quería convertirse en
cristiano para subir al cielo, Hatuey preguntó: "¿Y los cristianos también
van al cielo?"
Al recibir una respuesta afirmativa por el
clérigo oficiante y testigo del salvaje sacrificio, afirmó el cacique, sin más
pensar, que: "No quiero yo ir allá, sino al infierno, por no estar donde
estén ustedes y por no ver tan cruel gente".
Así mismo se deben estar sintiendo los niños
vejados por la iglesia, las víctimas de los
curas pedófilos que terminaron
siendo protegidos por el venerado Juan Pablo II. Arrasados por el fuego
infernal que distancia a víctimas y victimarios.
Como afirma Eduardo Febbro en su artículo Postal
de un espectáculo religioso obsceno, recientemente publicado en el sitio
digital argentino Página 12, “declarar santo a Karol Wojtyla es olvidarse del
abrumador catálogo de pecados terrestres que pesan sobre este papa: amparo de
los pedófilos, pactos y regateos con dictaduras asesinas, corrupción, suicidios
jamás aclarados, asociaciones con la mafia, montaje de un sistema bancario
paralelo para financiar las obsesiones políticas de Juan Pablo II –la lucha
contra el comunismo–, persecución implacable contra las corrientes progresistas
de la Iglesia, en especial la de América Latina, o sea, la frondosa y
renovadora Teología de la Liberación”.
El día de la canonización, ¿qué habrá pasado
por las mentes de las víctimas ultrajadas por el padre pedófilo Marcial Maciel,
fundador de los Legionarios de Cristo y amparado por Juan Pablo II?, ¿o por las
memorias de los sobrevivientes chilenos de la dictadura de Augusto Pinochet?
¿Qué habrán pensado miles de católicos
salvadoreños que no olvidan los ultrajes que el Santo Padre ahora santo, le
hizo a Monseñor Oscar Arnulfo Romero, después asesinado por los mismos que
defendía el Sumo Pontífice?
El hoy reverenciado “santo”, en vez de
escuchar los reclamos del clérigo salvadoreño ante la matanza a que era
sometido su pueblo, le exigió que se pudiera al servicio de los verdugos.
No extiendo el rosario, pues estaré expuesto
a que me excomulguen, pero les dejo esta narración del gran escritor uruguayo Eduardo
Galeano, en su libro Espejos, que recuerda este oprobioso pasaje entre su
Santidad Juan Pablo II y el mártir salvadoreño.
El milagro
que San Juan Pablo II se negó hacer
En la
primavera de 1979, el arzobispo de El Salvador, Óscar Arnulfo Romero, viajó al
Vaticano. Pidió, rogó, mendigó una audiencia con el papa Juan Pablo II:
Juan Pablo II conversando con Monseñor Oscar Arnulfo Romero |
-Espere
su turno.
-No se
sabe.
-Vuelva
mañana.
Por
fin, poniéndose en la fila de los fieles que esperaban la bendición, uno más
entre todos, Romero sorprendió a Su Santidad y pudo robarle unos minutos.
Intentó
entregarle un voluminoso informe, fotos, testimonios, pero el Papa se lo
devolvió:
-¡Yo no
tengo tiempo para leer tanta cosa!
Y
Romero balbuceó que miles de salvadoreños habían sido torturados y asesinados
por el poder militar, entre ellos muchos católicos y cinco sacerdotes, y que
ayer nomás, en vísperas de esta audiencia, el ejército había acribillado a
veinticinco ante las puertas de la catedral.
El jefe
de la Iglesia lo paró en seco:
-¡No
exagere, señor arzobispo!
Poco
más duró el encuentro.
El
heredero de San Pedro exigió, mandó, ordenó:
-¡Ustedes
deben entenderse con el gobierno! ¡Un buen cristiano no crea problemas a la
autoridad! ¡La iglesia quiere paz y armonía!
Diez
meses después, el arzobispo Romero cayó fulminado en una parroquia de San
Salvador. La bala lo volteó en plena misa, cuando estaba alzando la hostia.
Desde
Roma, el Sumo Pontífice condenó el crimen.
Eduardo
Galeano en su libro "Espejos".
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