Desde hace muchos años
oímos repetir, sin distingos, la frase acuñada de: “los cubanos de Miami”,
cuando en los diferentes medios –sean noticiosos, oficiales o alternativos, a
favor o en contra del diferendo entre Cuba y Estados Unidos- se refieren al
accionar de determinados grupos de poder que pueden moverse sin mucha pereza
entre el terrorismo más cruel y el “lobbismo” politiquero de cuello de seda.
Casi que nos
acostumbramos a usar el término, a pesar de que ya hay voces, -con toda razón-
que exigen se delimiten las posiciones de cada cual en un grupo migratorio que
por numeroso, es también multipensamiento.
Como contraste, hace un
par de días, un popular bloguero de La Habana, -infiero que medio en serio,
medio en broma-, colocó en las redes de Twitter un texto que decía: “Conversando
con cubanos llegados de Miami. Ahora son más comunistas que
Fidel Castro. Crítica permanente al
capitalismo.”
Una y otra manera de definir
a los emigrados de Miami –o de cualquier otra parte del mundo- se queda en los
extremos. Y se hace tiempo de tener una mirada diferente. Han pasado 53 años de
Revolución, y las condiciones han cambiado, así como también ha cambiado el
pensamiento de la diáspora, menos distante de su espacio natural, a pesar de la
persistencia de regulaciones que ya caducaron sus necesidades.
No es un secreto que
todavía sobreviven en Miami algunas “cabezas calientes”, defensores a ultranza del
sistema dictatorial que sucumbió ante el empuje revolucionario de 1959. Ese
pensamiento –y acción- todavía se hace sentir en las calles de Miami, New
Jersey, New York o Madrid, y por supuesto, con mucha fuerza en los pasillos del
Congreso y el Senado de Estados Unidos.
Juntos a ellos, quedan algunos
resentidos, por agravios o por barata solidaridad, que hacen del discurso
anticastrista una retórica geriátrica que por reiterativa, cada día tiene menos
ecos.
Pero hay un grupo
mayoritario, que nada tiene que ver en el convulso escenario político que ya
dura medio siglo. Emigrantes que salieron de Cuba a buscar nuevos horizontes, a
cerrar espacios en medio de una familia dividida, a perseguir sueños, a reencontrarse
con ellos mismos. Hombres y mujeres que a pesar de vivir a cientos de millas de
sus raíces, comparan entre lo que tienen y lo que dejaron, y usan cotidianamente
la balanza que determina la diferencia entre objeto y espíritu.
Es impresionante ver,
oír y sentir cómo reaccionan los cubanos en Miami cuando tratan de manipular
sus derechos con la Patria, y cuando exigen se les permita mantener viva la
conexión entre una y otra orilla. Ya pasaron los tiempos del miedo a las mafias
políticas que dominaban a fuerza de balazos y bombas a sus oponentes en el sur
de la Florida o en las calles neoyorkinas, y ahora los emigrados se sienten más
libres de expresar lo que piensan.
La diáspora cubana no es
solo de mafiosos y contrarrevolucionarios. Es una significativa masa humana de
obreros, intelectuales y gente simple que defiende con pasión el espacio
natural donde nacieron, y con el que quieren seguir nutriéndose como ciudadanos,
a pesar de haber elegido cualquier otro lugar para vivir.
Casi medio millón de
esos emigrados visitaron la isla este 2011 a punto de cerrar, mientras decenas
de miles añoran hacer el viaje del reencuentro, que a veces lo impide la
vigencia de leyes que el tiempo y las circunstancias que vivimos las declaran
moribundas.
La Revolución ha madurado
lo suficiente como para saber que hay que cambiar lo que debe ser cambiado, y
la reforma migratoria no puede seguir esperando. Hablo de esos cubanos que no
fueron ni serán enemigos, sino hijos de la Patria que los vio nacer. Ser o no
ser cubano es una condición que no puede discutirse desde la visión de un
burócrata, y Cuba es la casa de todos.
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