Va con pantalón de saco,
camisa morada y sombrero de yarey. Es largo el camino a recorrer entre el
centro de la ciudad y el santuario del pequeño pueblo del Rincón. Será uno más
entre miles de devotos que cada año participan de las fiestas-homenaje al viejo
Lázaro. La imagen habitual de cada 17 de diciembre se repite como fiel tradición.
Hombres
y mujeres desandan decenas de kilometros, otros arrastran grandes pesos como
pago a viejas promesas. Algunos reptan por el asfalto y avanzan sobre sus
rodillas ensangrentadas, fieles al favor concedido.
Es todo un espectáculo
litúrgico donde hombres y mujeres del pueblo buscan la esperanza en la fe. No
todos se consagran a la misma deidad. Es tan grande y variado el sincretismo religioso de este pueblo multicolor,
que avanzan en el mismo grupo devotos del Obispo Lázaro, al Lázaro discípulo de
Jesús de Betania, al Lázaro de la parábola de San Lucas o al viejo leproso
santificado por los cultos africanos, Babalú Ayé.
Esa masa compacta y
silenciosa busca en cualquiera de estas divinidades el consuelo a sus
desgracias, la gracia del amparo y un poco de paz en el futuro. Sea cual sea el
que le ofrezca, ahí estará el rezo desesperado por el niño enfermo, por el
viejo desvalido, por el humano falto de alegría, o la sonrisa del bienaventurado.
En el santuario del Rincón
se reunirán nuevamente la madre que quiere un mejor futuro para sus hijos, el
obrero que ofrece el dolor de sus rodillas en pago a sus promesas, el que
simplemente sigue apostando por el futuro, y el que quiere volver a reunir a su familia dispersa.
Allí estarán para
escuchar la misa del párroco oficiante, o para regar por los alrededores las “limpiezas”
encargadas por Babalú. La casa del santo reunirá a todos los cubanos. Y entre
tantos favores y promesas, no tengo la menor duda, alguien pedirá por la paz
eterna entre todos.
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