Por Roberto Pérez
Betancourt. José Silvestre White Laffite, autor de la inmortal canción La
bella cubana, nació el 31 de diciembre de 1835 en la ciudad de Matanzas y con
el decursar del tiempo ha sido considerado uno de los más eminentes
violinistas de todas las épocas, apreciación en la que se inserta el juicio de
José Martí, quien, refiriéndose al artista, dijo: Yo honro en él a la vigorosa
inspiración, y la ternura y la riqueza de mi tierra queridísima cubana. El debe
el genio al alma y el alma al fuego que la incendió y la calentó.
Quienes conocieron al
intérprete coinciden en afirmar la calidad interpretativa de sus
presentaciones, que califican de asombrosas y de técnica insuperable, buen
gusto, afinación y elegancia.
Este hijo de un
culto comerciante francés y una cubana de raza negra, se interesó por el violín
desde muy temprano, pues se afirma que a los cuatro años de edad manejaba el
instrumento, y a los ocho ya estudiaba con sistematicidad los elementos del
arte musical, y al cumplir los 15 compuso su primera obra: misa para orquesta.
Recuerdan los biógrafos
de White Laffite, que al llegar a los 19 años, el violinista asombraba a las
audiencias y dominaba 16 instrumentos musicales, entre los que se incluían el
piano, la flauta, el cornetín y la trompeta.
El 21 de marzo de 1855,
ofreció su primer concierto, en la ciudad de Matanzas, acompañado por el
célebre pianista norteamericano Luis M. Gottschalk. Y al año siguiente, en
julio de 1856, ganó el primer premio de violín en el Conservatorio de París,
con lo cual quedó consagrado definitivamente en la aristocracia de los
virtuosos del instrumento.
Alternó White Laffite
con celebridades musicales de su época, y mereció la admiración y la
amistad de su maestro, Alard, de Thomas, Rossini, Gounod, Sarasate, David,
Saint-Sains, y de cuantos grandes músicos le conocieron.
También fue
aclamado por el público y la crítica de París, Madrid, Nueva York y otras
grandes ciudades. Además tuvo el honor de ser invitado a tocar su Stradivarius
en el Palacio de las Tullerías, de París, ante los emperadores Napoleón III y
Eugenia; en el Palacio Real, de Madrid, ante la reina Isabel II, que le
concedió la Gran Cruz de Carlos III y le regaló una botonadura de brillantes,
así como en otras mansiones de la aristocracia europea.
Entre los honores recibidos,
recogidos por los historiadores de la música destaca el nombramiento de
director del Conservatorio Imperial de Río de Janeiro en Brasil y fue maestro
de los hijos del emperador don Pedro II de Braganza; cargos que desempeñó hasta
1889, en que, con la caída del Imperio carioca, White dimitió y regresó a París
donde fue maestro en el Conservatorio de la ciudad; y después continuó
transmitiendo sus enseñanzas a algunos discípulos, en su casa de la ciudad del
Sena.
A pesar de los muchos
lauros y la distancia, White nunca olvidó a su patria, a cuya redención
contribuyó, por lo que fue perseguido en 1875 hasta llevarlo a la expatriación.
A su Cuba distante consagró una de sus últimas creaciones, Marcha Cubana,
escrita en 1909.
Su espléndido talento
creador quedó patentizado para siempre en sus diversas obras, entre ellas, las
obras de piano, para clavicordio y orquesta, y para cuarteto de cuerdas. Su
fama como compositor se asienta principalmente en el excelente Concierto para
Violín y Orquesta, en la siempre popular La Bella Cubana, para violín y piano,
transcrita posteriormente para voz y piano, sus Seis grandes estudios de
violín, aprobados por el Conservatorio de París; varias fantasías, obras de
música religiosa y sus bellísimas danzas de concierto como Juventud, en las que
vibra el temperamento cubano en ondas cálidas de exquisitas melodías.
En París, el 15 de marzo
de 1918, a la edad de ochenta y dos años falleció el sapientísimo maestro de
maestros.
Tomado del sitio digital
TV
Yumurí
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