Por Miguel Fernández Martínez
Va con pantalón de saco, camisa morada y
sombrero de yarey. Es largo el camino a recorrer entre el centro de La Habana y
el santuario del pequeño pueblo del Rincón.
Será uno más entre miles de devotos
que cada año participan de las fiestas-homenaje al viejo Lázaro. La imagen
habitual de cada 17 de diciembre se repite como fiel tradición.
Hombres y mujeres desandan decenas de kilómetros,
otros arrastran grandes pesos como pago a viejas promesas. Algunos reptan por
el asfalto y avanzan sobre sus rodillas ensangrentadas, fieles al favor
concedido.
Es todo un espectáculo litúrgico donde
hombres y mujeres del pueblo buscan la esperanza en la fe. No todos se
consagran a la misma deidad. Es tan grande y variado el sincretismo religioso
de este pueblo multicolor, que avanzan en el mismo grupo devotos del Obispo
Lázaro, al Lázaro discípulo de Jesús de Betania, al Lázaro de la parábola de
San Lucas o al viejo leproso santificado por los cultos africanos, Babalú Ayé.
Esa masa compacta y silenciosa busca en
cualquiera de estas divinidades el consuelo a sus desgracias, la gracia del
amparo y un poco de paz en el futuro. Sea cual sea el que le ofrezca, ahí
estará el rezo desesperado por el niño enfermo, por el viejo desvalido, por el
humano falto de alegría, o la sonrisa del bienaventurado.
En el santuario del Rincón se reunirán
nuevamente la madre que quiere un mejor futuro para sus hijos, el obrero que
ofrece el dolor de sus rodillas en pago a sus promesas, el que simplemente
sigue apostando por el futuro, y el que quiere volver a reunir a su familia
dispersa.
Allí estarán para escuchar la misa del
párroco oficiante, o para regar por los alrededores las “limpiezas” encargadas
por Babalú. La casa del santo reunirá a todos los cubanos. Y entre tantos
favores y promesas, no tengo la menor duda, alguien pedirá por la paz eterna
entre todos.
Viejo Lázaro - Juan Carlos Alfonso y la orquesta Dan Den
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