Por Carlos
Alzugaray Treto*
tomado de OnCuba
Muchos estudiosos del conflicto entre Cuba y
Estados Unidos han sido del criterio que un deshielo en las relaciones entre
ambos vecinos solo puede ser posible en el segundo mandato de cualquier
presidente de la nación norteña.
En el reciente libro de Peter Kornbluh y
William LeoGrande sobre la historia oculta de las negociaciones entre La Habana y Washington, se cita al propio Fidel Castro diciéndolo así a un grupo de
embajadores estadounidenses retirados en 1994, segundo año de Bill Clinton en
la Casa Blanca (1).
Por esas mismas fechas el Partido
Republicano obtuvo una victoria arrolladora en las elecciones parciales, como
ha sucedido en los comicios del pasado 4 de noviembre.
Se podría añadir que un proceso de deshielo
como tal ha sido siempre más probable con un presidente demócrata que con uno
republicano. Desde que triunfó la Revolución Cubana, sólo 4 presidentes han
sido reelectos: los republicanos Richard Nixon, Ronald Reagan, y George W.
Bush, y el demócrata Bill Clinton.
Ninguno de los tres primeros hizo el más
mínimo esfuerzo por mejorar o normalizar las relaciones con Cuba en sus
segundos mandatos. Clinton, quien expresó su desacuerdo con el bloqueo en
privado, tuvo un récord ambiguo, en gran medida motivado por circunstancias de
su propia hechura.
Entre sus gestos positivos hacia la Isla se
puede apuntar que firmó los acuerdos migratorios con el gobierno cubano en
1994-1995, promovió la cooperación en el enfrentamiento al contrabando de
narcóticos, devolvió el niño Elián González a su padre en el 2000 y a finales
de su presidencia aprobó la más amplia flexibilización de los viajes de
norteamericanos a Cuba desde James Carter.
La vinculación entre los procesos
electorales y la evolución de la política estadounidense hacia Cuba es un hecho
que ha sido más que analizado por distintos especialistas. No se trata, como
muchos creen, de que el tema sea exclusivamente doméstico o que el lobby o el
electorado cubanoamericano sean los que determinan la política hacia Cuba. Ésta
fue creada y puesta en práctica por los sectores de poder estadounidenses en la
década de 1960 cuando la Florida no tenía la importancia electoral que tiene
hoy y los cubanoamericanos eran meros instrumentos de las instituciones que se
ocupaban del tema de Cuba: la CIA, el Departamento de Estado y el Pentágono
fundamentalmente.
Lo que sucede es que Washington no es un
actor racional único y la política exterior en general y en casos particulares
son el resultado de las correlaciones de fuerza que existen al interior de la
clase dominante y de la élite del poder, de sus presupuestos políticos, de sus
preferencias ideológicas y de sus percepciones acerca de sus intereses y cómo
materializarlos.
Dada la estructura y la dinámica del sistema
político estadounidense, los procesos electorales se convierten en los
escenarios de lucha entre los distintos sectores para pautar la agenda y
elaborar políticas. No se puede perder de vista tampoco que, salvo situaciones
excepcionales como la inmediata posterior a los atentados terroristas del 11 de
septiembre del 2001, desde la década de 1960, la clase política de Washington
está dividida y polarizada sin que emerja una facción que pueda imponerle al
resto su voluntad.
De ahí que a pesar del reconocimiento tácito
mayoritario de que la política hacia Cuba ha fracasado y debe cambiarse, ésta
sigue tal cual e, incluso, se ha convertido en la posición oficial del Estado
norteño mediante las Enmiendas Torricelli y Helms-Burton adoptadas por el
Congreso en 1992 y 1996, cercenando de esa manera la facultad del Presidente en
la materia. Vale recordar que ambos años fueron años electorales.
La esencia del conflicto reside en la
contradicción entre la voluntad soberana de la nación cubana de conducir sus
asuntos sin ingerencia externas, que tanto perjuicio tuvieron en el pasado, y
la obstinación hegemónica sobre la Isla que aún prevalece al interior de la
clase dominante pero que tuvo sus orígenes en la “doctrina de la fruta madura”,
elaborada por John Quincy Adams en 1823. Esto es lo que el Profesor Lou Pérez
ha llamado un “síndrome obsesivo compulsivo”.
En el largo plazo, el Estado norteamericano
tendrá que renunciar en algún momento a este “síndrome de la fruta madura” e
iniciar con el cubano un proceso que lleve a relaciones más civilizadas de
interés para ambas naciones. Esta responsabilidad política depende en un final
del propio Primer Mandatario estadounidense.
Si alguien está en condiciones de hacerlo,
ese es el Presidente Barack Obama, quien en el pasado ha dado muestras de
entender la necesidad del cambio. En el 2004, cuando aún era Senador, se
manifestó en contra del llamado “embargo”; durante la campaña electoral del
2008 afirmó que estaría dispuesto a sentarse y conversar con cualquier
adversario, incluyendo al presidente cubano; en el 2009 en la Cumbre de las
Américas de Trinidad Tobago abogó por “un nuevo comienzo”; y en el 2013 se
pronunció por la “actualización” inteligente y creativa de la política hacia
Cuba, nada más y nada menos que en la propia ciudad de Miami, al tiempo que
hacía algo que ningún otro primer mandatario había hecho hasta el momento,
darle la mano al Presidente Raúl Castro durante las exequias de Nelson Mandela.
Vale señalar que el actual mandatario fue
electo en el 2008 y reelecto en el 2012, ganando en ambos casos el estado de la
Florida, aun cuando mantuvo una posición hacia Cuba considerablemente menos
agresiva que las de sus contrincantes, John McCain y Mitt Romney.
Ello permite afirmar que echó por tierra un
mito de la política interna norteamericana: para ganar una elección
presidencial hay que adoptar la posición más dura posible en el tema cubano
para así asegurar la victoria en el estado de la Florida.
Este mito se hizo tristemente célebre en el
2000, cuando los cubanoamericanos fueron decisivos en la dudosa derrota de Al
Gore por 517 votos en ese estado, lo cual le dio a George W. Bush la “victoria”
en la más controversial elección de la historia moderna de ese país.
Sin embargo, como en tantos otros temas, el
Presidente Obama ha decepcionado por su paradójica tendencia a pronunciar
grandilocuentes discursos en los que se presenta como el líder transformador
por el cual muchos norteamericanos votaron en el 2008 y en el 2012, y que el
mundo aplaudió, para después mostrar debilidades a la hora de implementar
políticas que se correspondan con sus grandiosas metas.
Bajo la administración Obama, el Gobierno de
Estados Unidos ha iniciado un dificultoso y paulatino proceso de rediseño de la
política hacia Cuba que comenzó cuando se revirtieron las medidas punitivas que
George W. Bush impuso en el 2003 a aquellos cubanoamericanos interesados en
mantener una relación normal con su Patria y descontinuó, de hecho, dos
grotescas iniciativas implantadas por su predecesor que obedecían a las
apetencias de los sectores más retrógrados de la clase dominante y de la
derecha cubanoamericana: la creación, dentro del Departamento de Estado de una
Comisión para una Cuba Libre y del cargo de Coordinador de la Transición
Cubana.
Obama ha reducido el nivel de la retórica
anticubana. Adicionalmente, adoptó una política de flexibilización de los
contactos “pueblo a pueblo”, si bien las justificó como instrumentos para
lograr el mismo viejo propósito: un cambio de régimen en Cuba. Finalmente, ha
reanudado las conversaciones migratorias y ha iniciado negociaciones sobre
problemas técnicos como el restablecimiento del servicio postal regular entre
ambos países.
De hecho, bajo Obama la política sigue
siendo virtualmente la misma en sus propósitos e instrumentos. Se destacan,
entre otros, la continuación de las sanciones económicas, comerciales y
financieras unilaterales e ilegales que Cuba y las Naciones Unidas califican de
bloqueo y Estados Unidos de embargo; el mantenimiento de la Isla en la lista de
estados promotores del terrorismo, lo que trae por consecuencia que se apliquen
sanciones adicionales, sumamente perjudiciales; los inefectivos y patéticos
esfuerzos por aislar a la Habana diplomáticamente; las políticas subversivas
canalizadas a través de la USAID; y una retórica oficial que descalifica la
legitimidad del gobierno cubano, a contrapelo de la opinión unánime de la
comunidad internacional.
La posición de Cuba ante el tema ha quedado
claramente expuesta por el Presidente Raúl Castro a finales del año pasado:
“Si en los últimos tiempos hemos sido
capaces de sostener algunos intercambios sobre temas de beneficio mutuo entre
Cuba y los Estados Unidos, consideramos que podemos resolver otros asuntos de
interés y establecer una relación civilizada entre ambos países como desea
nuestro pueblo y la amplia mayoría de los ciudadanos estadounidenses y la
emigración cubana”.
“En lo que a nosotros respecta, hemos
expresado en múltiples ocasiones la disposición para sostener con Estados
Unidos un diálogo respetuoso, en igualdad y sin comprometer la independencia,
soberanía y autodeterminación de la nación. No reclamamos a Estados Unidos que
cambie su sistema político y social ni aceptamos negociar el nuestro. Si
realmente deseamos avanzar en las relaciones bilaterales, tendremos que
aprender a respetar mutuamente nuestras diferencias y acostumbrarnos a convivir
pacíficamente con ellas. Solo así; de lo contrario, estamos dispuestos a
soportar otros 55 años en la misma situación.” (2)
Si nos guiásemos por una serie de
manifestaciones públicas recientes del propio Presidente, del Secretario de Estado John Kerry y de la Embajadora en Naciones Unidas, Samantha Power, sobre
todo las de estos últimos en relación con la cooperación cubano-norteamericana
en la lucha por erradicar el ébola en África Occidental, nos podríamos
encontrar ante los umbrales de lo que pudiera eventualmente convertirse en un
proceso hacia la normalización de relaciones.
Pero no deben minimizarse los grandes
obstáculos en el camino, entre los que habría que apuntar la necesidad de un
cambio de mentalidad y de propósitos con respecto a Cuba como ha sugerido The New York Times en una serie de 6 editoriales que se han publicado hasta el día
de hoy a partir de fines de octubre. Estos editoriales demuestran hasta qué
punto ha crecido al interior de la clase dominante y de la elite del poder una
visión distinta sobre las relaciones con Cuba que permiten abrigar la esperanza
de que podríamos estar en vísperas del fin del “síndrome de la fruta madura”.
Los editoriales de The New York Times y la
abierta cooperación cubano-norteamericana en la lucha por contrarrestar la
epidemia de ébola en África no son los únicos síntomas de que puede haber
comenzado el deshielo. Hay otros elementos y variables a considerar.
Uno de ellos es la evolución más reciente
del sistema internacional. Por un lado, Estados Unidos no está viviendo uno de
sus mejores momentos. Sigue siendo la primera potencia mundial pero su
influencia está disminuida. Han surgido importantes competidores en varios
campos como China y Rusia, y algunos aliados muestran crecientes síntomas de
autonomía. Barack Obama necesita éxitos en su política exterior que contrapesen
la imagen internacional de Washington, como lo hizo recientemente en China con
la firma de un acuerdo sobre el cambio climático.
Ese precisamente es el argumento inicial del
primer editorial de The New York Times del 12 de octubre pasado. Si se tiene en
cuenta que hay la creciente convicción de que será inevitable la presencia del
presidente cubano en la Cumbre de las Américas de Panamá en abril del 2015,
quizás el Presidente y sus asesores lleguen a la conclusión de que es mejor
hacer de la necesidad una virtud y no limitarse a saludar a Raúl Castro, como
lo hizo el año pasado en Johannesburgo, sino a dar algún paso más, sobre todo
porque los medios se encargarán de darle a este encuentro una gran visibilidad.
En todo caso, sentarse en la misma mesa de
negociaciones con Cuba rompería un presupuesto básico de la política
norteamericana, la supuesta ilegitimidad del gobierno de la Habana.
Desde el punto de vista interno, las
elecciones parciales del 4 de noviembre, con todo y lo perjudiciales que fueron
para el Presidente y su partido, no cambiaron mucho el panorama de los
distintos sectores que tienen interés en la política hacia Cuba. Los
partidarios de mantener la política actual no obtuvieron ningún éxito relevante.
Sustituir a Joe García, el congresista demócrata cubanoamericano, por el
republicano Carlos Curbelo no fue resultado de que aquél tuviera una posición
muy distinta a la de su predecesor, David Rivera, en el tema.
Más bien pudiera argumentarse lo contrario,
lo perjudicó no saber distanciarse de ellas. Sin embargo, Charlie Crist, quien
sí se manifestó claramente contra las sanciones económicas, a pesar de que
perdió la elección frente a Rick Scott, tuvo un resultado electoral mucho más
decoroso y ganó condados como el de Miami-Dade, donde existe un alto porcentaje
de votos cubanos.
Otro elemento importante de este ciclo
electoral es que la probable candidata a la Presidencia por el Partido
Demócrata, Hillary Clinton, quien hizo campaña a favor de sus correligionarios,
también se manifestó abiertamente por un cambio en la política hacia Cuba.
Finalmente, la pérdida del control del
Senado por los demócratas significa que su Comité de Relaciones Exteriores no
estará ya encabezado por el cubanoamericano Bob Menéndez, quién desde su
influyente posición tuvo una actitud obstruccionista a las pocas iniciativas de
cambio del Primer Mandatario. Su posible sustituto, el Senador republicano por
Tennessee, Bob Corker, no tiene el celo ideológico de Menéndez y se inscribe en
el sector moderado de su partido. Ciertamente podría ser más fácil para la
Administración trabajar con Corker en temas cubanos que con Menéndez.
Esto no quiere decir que Menéndez, junto a
Marco Rubio y John McCain, por ejemplo, dejarán de criticar cualquier cambio.
Pero los funcionarios del Departamento del Estado involucrados en una posible
mejoría de las relaciones con Cuba podrán respirar con más calma ante la
posibilidad de una batalla por su nominación a algún cargo de responsabilidad.
La larga agenda de problemas pendientes en
las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos puede dividirse en dos grandes
categorías: los que está en manos del presidente resolver sin la participación
del congreso y tienen un carácter inmediato porque su persistencia los
convierte en obstáculos significativos; y los que conllevarían un proceso más o
menos largo de negociación a dos niveles, al interior de la clase política
norteamericana y entre el gobierno cubano y el estadounidense, verbigracia, el
levantamiento de las sanciones económicas y el establecimiento de relaciones
diplomáticas normales.
Sería muy difícil para el Presidente Obama
acometer esta última agenda en el poco tiempo que le queda, aunque los
editoriales de The New York Times y las propias declaraciones públicas de Hillary Clinton las han puesto sobre la mesa
Quizás la administración se sienta en
condiciones de acometer la agenda más inmediata que consistirían en: la
asistencia y encuentro de ambos presidentes en la Cumbre de las Américas de
Panamá, asunto que parece ya resuelto; la eliminación de Cuba de la lista de
estados promotores del terrorismo; la continua flexibilización de los viajes de
ciudadanos norteamericanos a Cuba; y la liberación mutua por motivos
humanitarios de Alan Gross y los 3 agentes anti terroristas cubanos condenados
a injustas penas de larga duración en los Estados Unidos, Gerardo Hernández,
Ramón Labañino y Antonio Guerrero.
La presencia de Raúl Castro en Panamá no se
limitaría sólo a una participación simbólica. De hecho, ello significaría la
entrada de Cuba, por primera vez, en un proceso diplomático en el que se
debaten y negocian intereses comunes con Estados Unidos en áreas en las cuales
ya ambos países colaboran bilateralmente, como es el de la lucha contra el tráfico
de estupefacientes, pero también en áreas en que aún no lo hacen.
La diplomacia cubana, de cuya solvencia
caben pocas dudas, se haría presente en un futuro en los procesos preparatorios
de las futuras cumbres, con todo lo que ello significa. Recuérdese que La
Habana puso como condición que su participación fuera en pie de igualdad y sin
condicionamientos. Ello implica derechos pero también responsabilidades con el
futuro de este proyecto.
La anulación de la clasificación de Cuba
como estado promotor del terrorismo es probablemente la más viable y
conveniente medida que puede adoptar el Presidente antes de la Cumbre pues no
cabría duda de que sería un gesto de justicia hacia la Habana y traería por
consecuencia la eliminación de ciertas sanciones que han sido muy perjudiciales
incluso para el funcionamiento de las relaciones bilaterales.
Al
igual que el presidente actuó unas semanas antes de la Cumbre del 2009 en
Trinidad Tobago adoptando las medidas anunciadas hacia Cuba, no sería
descartable un paso similar antes de la de Panamá, lo que no sería sólo un
gesto hacia el gobierno de la Habana sino hacia los gobiernos de la región,
incluido Canadá. Tendría la virtud de que otros Presidentes no se vieran
obligados a tocar el tema, entre ellos el de Colombia, quien ya ha expresado su
desacuerdo con esa medida.
La flexibilización de los viajes de
ciudadanos estadounidenses a Cuba ha sido una de las medidas más importantes
que la administración Obama ha tomado. Tiene la virtud de que puede ser
defendida en términos de que se trata de un derecho constitucional. Aunque el
Presidente y sus asesores han insistido en que su propósito es el de “fomentar
la democracia y la autonomía ciudadana” en Cuba, lo cierto es que contribuye a
socavar la demonización de que siempre ha sido objeto la Isla y su gobierno. Es
previsible que esa flexibilización continuará, a pesar de que seguirá siendo
objeto de la crítica de sus adversarios.
Finalmente, en lo que a la agenda a corto
plazo respecta, ambas partes podrían negociar una medida humanitaria de
confianza mutua para quitar de la mesa dos casos de ciudadanos de sus
respectivos países que fueron detenidos, juzgados y condenados en el otro por
actividades consideradas ilegales en sus respectivas legislaciones.
Ambos son casos sumamente sensibles para
ambas sociedades pero entorpecen avanzar en otros temas de la agenda. Conviene
al interés de ambos gobiernos darle una pronta solución a los mismos en un
espíritu humanitario.
Aunque una vez más podríamos estar ante un
falso comienzo de un proceso de normalización, un síntoma de que esta vez el
gobierno de los Estados Unidos está realmente interesado en iniciar el deshielo
de las relaciones puede ser la reciente designación de un experimentado
diplomático, conocedor de Cuba, para encabezar su representación en la Habana,
el Embajador Jeff Delaurentis.
Una de las lecciones que LeoGrande y
Kornbluh derivan de su exhaustivo estudio de las negociaciones secretas entre
La Habana y Washington es la importancia de no equivocarse en las percepciones
mutuas. El Canciller de la Dignidad, Raúl Roa García, definió alguna vez que
entre las características de un buen diplomático está el “diestro manejo de la
táctica, el tacto y el contacto”.
Por lo general, el gobierno cubano ha puesto
a cargo de las negociaciones con Estados Unidos a sus mejores diplomáticos,
personas con un gran conocimiento de nuestro vecino del Norte. Ese no siempre
ha sido el caso con Estados Unidos, que en ocasiones hasta ha enviado a Cuba
como Jefe de la Sección de Intereses a personas únicamente interesadas en
provocar un rompimiento de las escasas relaciones existentes, como fue el caso
del tristemente célebre James Cason.
Esta tendencia parece haberse revertido con
Delaurentis, quien ya ha estado en Cuba en misión permanente en dos ocasiones
anteriores, a fines de la década de 1980 y principios de la de 1990 y más
recientemente a principios de siglo. A esa experiencia cubana in situ, suma el
haber trabajado el tema cubano desde el Consejo de Seguridad Nacional en
Washington a mediados de la década de 1990. En tal condición, participó en
algunas negociaciones muy sensitivas narradas por LeoGrande y Kornbluh, las
referidas al mensaje que el Presidente Fidel Castro envió al Presidente Bill
Clinton a través de Gabriel García Márquez en mayo de 1998, proponiéndole una
colaboración en el terreno de la lucha anti-terrorista.
El último cargo de Delaurentis antes de
venir a la Habana fue el de Delegado Alterno de Estados Unidos ante la
Organización de Naciones Unidas, cargo en el cual actuó bajo la supervisión de
las Embajadoras Susan Rice (actual Asesora Nacional de Seguridad del Presidente
Obama) y Samantha Power (una de las personas más influyentes en el manejo de la
política exterior norteamericana).
La existencia de un proceso de deshielo, aún
incipiente, en las relaciones cubano-estadounidenses representa un importante
desafío para Cuba, para su gobierno y para sus ciudadanos. Resulta de capital
importancia no dar señales equivocadas.
La política de Estados Unidos hacia Cuba ha
partido por lo general de cuál es la percepción que existe en la clase
dirigente, la elite del poder y sus instituciones acerca de Cuba y la capacidad
de supervivencia de su gobierno. Esta percepción no es unívoca. Siempre ha sido
objeto de importantes debates.
Si se ha llegado hasta este punto es porque
la diplomacia cubana no ha dejado de enviar dos señales inequívocas. Por un
lado la disposición de reconstruir el puente roto y de rediseñar la relaciones
sobre bases de respeto mutuo. Por otro, demostrar en las palabras y los hechos
la disposición a resistir.
Pero también se debe tener en cuenta lo
dicho por Raúl Castro en última sesión del año pasado de la Asamblea Nacional
cuando afirmó: “Si realmente deseamos avanzar en las relaciones bilaterales,
tendremos que aprender a respetar mutuamente nuestras diferencias y
acostumbrarnos a convivir pacíficamente con ellas.”
Notas:
(1)- William M. LeoGrande y Peter Kornbluh, Back Channel
to Cuba: The Hidden History of Negotiations between Washington and Havana, Chapel
Hill, The University of North Carolina Press, 2014, pág. 397.
(2)-
Versión oficial del discurso del General de Ejército Raúl Castro Ruz en la
clausura del Segundo Período Ordinario de Sesiones de la VIII Legislatura de la
Asamblea Nacional del Poder Popular, en el Palacio de Convenciones, el 21 de
diciembre de 2013, “Año del 55 de la Revolución”, en http://www.cubadebate.cu/noticias/2013/12/21/presidente-raul-castro-comparece-en-asamblea-nacional-del-poder-popular-fotos/.
*Carlos
Alzugaray Treto
Embajador, Doctor en Ciencias Históricas y Profesor Titular
Consultante del Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados Unidos (CEHSEU)
y de la Cátedra del Caribe de la Universidad de La Habana. Miembro del Consejo
Editorial de la Revista Temas y de la Sección de Literatura Histórica Social de
la Asociación de Escritores de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba
(UNEAC).
Tomado del
sitio digital Oncuba
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