Cartas
del preso político puertorriqueño Oscar López Rivera, que lleva 32 años en cárceles de Estados
Unidos por soñar a Puerto Rico libre.
El diario
boricua El Nuevo Día publica periódicamente las cartas que el preso político
Óscar López Rivera le envía desde prisión a su nieta Karina, a la cual solo ha
conocido a través de los barrotes de la cárcel.
Querida
Karina:
Hace pocas semanas te escribí para
felicitarte con motivo del día más grandioso y memorable de tu vida: a tus 22
años, te graduabas de la Universidad de Chicago.
Te dije entonces que la vida está llena de
retos y, en algunos momentos, de decepciones. Que nunca permitas que nada ni
nadie te desaliente, porque tienes la fortaleza para enfrentar y superar
cualquier obstáculo.
Cuando entraste a la universidad,
seguramente te tocó vivir en un ambiente muy diferente del que me tocó a mí. Me
alegro de eso: la razón por la que las personas luchan, en lo colectivo y en lo
personal, es que las cosas cambien para que sus hijos y nietos vivan un mejor
futuro.
Yo tenía tres años cuando me acerqué a la
escuela, pues caminaba detrás de mis hermanos mayores, que protestaban porque
los seguía. Tanto los molesté, que mi hermana decidió enseñarme a leer y
escribir.
Como
era zurdo, ella me ataba la mano izquierda y me obligaba a usar la derecha.
A los cinco años, cuando empecé el primer
grado en la escuela del barrio Aibonito-Guerrero, del pueblo de San Sebastián,
estaba muy adelantado gracias a esas lecciones.
Me aburría en la clase y me dedicaba a hacer
travesuras, invitaba a los otros niños para que nos escapáramos al río, y allí
nos poníamos a tumbar naranjas.
Cuando terminé el sexto grado, aunque travieso,
gané el primer premio de honor de mi clase.
De allí me fui a la escuela intermedia de
Hoya Mala, pero al poco tiempo de empezar las clases me enfermé. Me llevaron al
médico en Aguadilla, quien me diagnosticó que había cogido un parásito en el
río. Era la “justa” recompensa por mis travesuras.
Me dieron desparasitantes, pero no mejoré.
Cuando entré al noveno grado estaba tan raquítico que mi madre, desesperada,
decidió mandarme con mis tíos a Chicago. Fui aceptado en una escuela
secundaria, y al llegar tuve que pasar por un examen físico: mi estatura era de
53 pulgadas y mi peso de 58 libras.
Todos
los demás alumnos de esa escuela, la Tuley High School, parecían gigantes
comparados conmigo. Mi vocabulario en inglés era de menos de 100 palabras.
Cada vez que abría la boca, los demás
muchachos se reían, y entonces me convertí en una persona introvertida. En
Tuley, para la década del 50, sólo había un puñado de estudiantes
puertorriqueños.
Había que bregar con el discrimen, y eso te
lo puedo asegurar ahora, que miro hacia atrás y veo las injusticias que se
cometían. No éramos muchachos acomodados que íbamos a estudiar a los mejores
colegios. Éramos los emigrantes, teníamos fama de problemáticos y, a veces, nos
daban castigos que no nos merecíamos.
A mí, por ejemplo, me acusaron de copiarme
en un examen de álgebra. Me gustaba tanto el álgebra y estaba tan seguro de que
lo dominaba, que le contesté de mala forma a la maestra y ésta me expulsó del
salón y me envió a la oficina del director.
Allí le dije al míster que no me había
copiado y que, para demostrarlo, podía darme otro examen en ese mismo instante,
frente a él, con preguntas del último capítulo del libro, que aún no habíamos
dado en clase. Él me había matriculado cuando llegué a Tuley y conocía mis buenas
notas, así que sonrió y me dijo que no me preocupara.
Dentro de aquel mundo duro para un muchacho
puertorriqueño que apenas podía expresarse, conocí a un puñado de personas
maravillosas.
Por ejemplo, tuve una maestra inolvidable en
el Colegio Wright, un junior college al que asistí cuando terminé la
secundaria. Éramos pobres y te confieso que me avergonzaba de mi ropa, tan
ajada y fea y de mis tenis viejos, los únicos zapatos que tenía.
Pero a esa maestra, que daba clases de
dicción, no le importaba mi apariencia. Me dedicó mucho tiempo, con paciencia y
cariño. Descubrió que yo tartamudeaba cuando hablaba inglés y me explicó cómo
solucionarlo, me mandó a hacer ejercicios y lecturas.
Por esa época empecé a pasar los ratos
libres en un área de Chicago donde jangueaban los beats, un grupo de escritores
y artistas con un gran sentido de la libertad.
Me di de baja de la Wright College cuando mi
padre nos abandonó y tuve que empezar a trabajar para ayudar a mi madre. No fue
hasta 1967, cuando volví de Vietnam, que regresé a la universidad. La escena
había cambiado de manera drástica. Había muchos profesores progresistas,
debates sobre derechos humanos en los salones y un activismo político que
influyó mi vida.
Ahora veo tu éxito universitario como una
prolongación de mis aspiraciones. Según sigas adelante en la vida, llena tu
corazón con amor, compasión, esperanza y valor.
Ámate a ti misma, a tu familia, a tus
compañeros y compañeras, a la tierra, al mar, a la libertad y a la justicia, y
a todo aquello que represente y haga posible la vida.
Un beso
y un abrazo con brazos puertorriqueños pequeños, pero con mucho amor. En
resistencia y lucha...
No hay comentarios:
Publicar un comentario