Las manos en el cristal: la primera carta de López a su nieta Karina
Por
Oscar López Rivera
Tomado del
sitio digital del diario El Nuevo Día
A partir de hoy, El Nuevo Día publicará
periódicamente los sábados las cartas que el preso político Óscar López Rivera
le envía desde prisión a su nieta Karina, a la cual solo ha conocido a través
de los barrotes de la cárcel. López lleva 32 años encarcelado.
Querida Karina, No ha sido fácil escoger un
título para estas cartas que pienso enviarte periódicamente desde la cárcel.
Escribiéndote a ti, cuya niñez y
adolescencia irremediablemente me he perdido ya, siento que les hablo a miles
de jóvenes puertorriqueños, para quienes mi nombre apenas significa nada.
Soy un luchador de 70 años. Hace 32 que
estoy encarcelado. No voy a abundar en las razones políticas que me condujeron
a este encierro, porque otros ya lo han hecho. Sólo quiero reiterar que respeto
la vida por encima de todas las cosas, y que no he lastimado ni lastimaré jamás
a ningún ser humano.
La primera vez que te vi, en el verano del
91, en la cárcel de Marion, Illinois, donde estaba recluido entonces, fue a
través de un cristal. Tú estabas en brazos de tu madre, y movías los ojos con
curiosidad. Sin embargo, poco había que ver allí.
El cubículo donde se sentaban las visitas
era muy estrecho, y había un teléfono a cada lado para que habláramos por él.
Clarisa, tu madre, levantó el suyo y me pidió que te dijera algo. Fue la
primera vez que escuchaste mi voz y pude ver tu reacción, la extrañeza que te
causó comunicarte con ese hombre que empezaba a quererte, pero que no podía
besarte, ni susurrarte al oído las promesas de abuelo que te quería cumplir.
A Clarisa le dejaban pasar en el bulto tres
pañales y algunas botellas de leche. Había en el área de visitas, tanto del
lado de los familiares como del lado de los confinados, cámaras con las que
grababan todos nuestros movimientos, pero, irónicamente, nunca me pude tomar
una fotografía con mi hija y mi nieta. Siempre me escoltaban tres o cuatro
guardias, y estaba encadenado por los pies. Era el único preso que iba tan
custodiado al área de visitas.
Se hacía difícil entretenerte mientras
estabas en el cubículo de las visitas, así que para distraerte y ayudar a tu
madre, que intentaba pasar el mayor tiempo posible conmigo, inventamos un juego
peculiar: ponías tus pequeñas manos de bebé en el cristal, y yo también ponía
las mías, de modo que coincidieran las cuatro y pudieran «tocarse».
Las manos saltaban, se perseguían, se
comportaban como arañas envueltas en los hilos invisibles del cariño. No nos
tocábamos, el cristal lo impedía, pero surgió un lenguaje especial entre tú y
yo; entre las tiernas manos tuyas, Karina, y mis viejas manos, pálidas de
encierro, deseosas de poder volar, pero contentas y sumisas cuando tú las
acariciabas.
Durante años utilizamos esa danza de las
manos para comunicarnos. El tiempo pasaba y tú crecías. No me estaba permitido
el contacto físico con mis familiares, por lo tanto en los años que estuve
recluido en Marion, no pude besarte, abrazarte, o sentir el roce y el olor de
tu pelo. Tampoco el de tu madre, que me despedía con lágrimas, aunque yo sabía
contener las mías.
Un día, por fin, me trasladaron a la prisión
de Terre Haute, en Indiana. Allí me comunicaron que podría recibir visitas y
tener contacto físico con mis seres queridos. Llegó tu madre contigo y con mi
sobrina Wanda. Tú, Karina, tenías sólo siete años.
Mi hija y mi sobrina me abrazaron. Tú, en
cambio, te paraste frente a mí, levantaste tus manos y las pegaste contra un
cristal imaginario, esperando que yo hiciera lo mismo. A tu corta edad, después
de tantos años de soportar esa barrera, pensaste que debíamos continuar el
juego. Tu madre te dijo: «Ahora puedes tocar a tu abuelo», y tú corriste a
abrazarme, nos tocamos por primera vez.
Ese cristal, a pesar de todo, sigue siendo
el cómplice entre tú y yo. A través de él, en estas páginas, te seguiré
contando mis recuerdos, mis historias presentes, añorada nieta.
Con muchísimo amor, en resistencia y
lucha...
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