Carta
del preso político puertorriqueño Oscar López Rivera a su nieta Karina (II)
Querida
Karina. Después de la familia, lo que más echo de menos es el mar.
Ya han
pasado 35 años desde la última vez que lo vi. Pero lo he pintado muchas veces,
tanto la parte del Atlántico como la del Caribe, esa espuma sonriente en Cabo
Rojo, que es de la luz mezclada con la sal.
Para cualquier puertorriqueño, vivir lejos
del mar es algo casi incomprensible. Es distinto cuando uno sabe que está en
libertad de moverse a cualquier parte y de viajar a verlo. No importa que sea
gris y frío. Aunque veas el mar en un país lejano, te das cuenta de que recomienza
siempre (como dijo un poeta), y que por ese mar pueden pasar los peces que se
acercaron a tu tierra, y que llegan de allá trayéndote recuerdos.
Aprendí a nadar a muy temprana edad, debía
tener unos tres años. Un primo de mi padre, que vivía con nosotros y era para
mí como un hermano mayor, me llevaba a la playa donde solía nadar con sus
amigos, y me lanzaba al agua para que yo aprendiera. Luego, cuando estaba en la
escuela, solía escaparme con otros niños hasta un río cercano. Todo eso ahora
me parece lejano.
Aquí en la cárcel he sentido muchas veces la
nostalgia del mar; de olerlo a todo pulmón; de tocarlo y mojarme los labios,
pero enseguida me doy cuenta de que quizá tengan que pasar años antes de darme
ese sencillo gusto.
El mar se extraña siempre, pero creo que
nunca lo necesité tanto como cuando me trasladaron desde la prisión de Marion,
en Illinois, a la de Florence, en Colorado. En Marion, yo salía al patio una
vez a la semana, y desde allí veía los árboles, los pájaros… Oía el ruido del tren
y el cantío de las chicharras. Corría por la tierra y la olía. Podía agarrar la
yerba y dejar que las mariposas me rodearan. Pero en Florence todo eso terminó.
¿Sabes que la ADX, que es la prisión de
máxima seguridad de Florence, está destinada a los peores criminales de Estados
Unidos y se considera la más inexpugnable y dura del país? Allí los presos no
tienen contacto entre sí, es un laberinto de acero y cemento construido para
aislar e incapacitar. Yo estuve entre los hombres que estrenaron esa cárcel.
Al llegar, me despertaban varias veces por
la noche y en mucho tiempo no logré dormir por un período mayor de 50 minutos.
En aquella galera éramos sólo cuatro presos, pero uno de ellos tenía un largo
historial de problemas mentales y se pasaba la noche y el día gritando
obscenidades, peleando su guerra contra enemigos invisibles. Estábamos casi
todo el tiempo en las celdas, y hasta teníamos que comer en ellas.
Todo el mobiliario era de hormigón y nada se
podía mover. No comprendía cómo los vecinos del pueblo de Florence habían
aceptado una cárcel tan inhumana entre ellos. Pero, hoy por hoy, la industria
de las prisiones es de las más fuertes en Estados Unidos. Deja dinero y eso
parece ser lo único que importa.
En Florence, por las noches, los presos se comunicaban
a través de una especie de respiradero que estaba cerca del techo. Había que
gritar para hacerse oír, todos gritaban y aquello lo que hacía era alterar los
nervios.
Yo callaba y trataba de concentrarme en el
ruido de las olas, cerraba los ojos y las veía romper contra la Cueva del
Indio. El griterío de la cárcel se iba desvaneciendo. El mar subía y bajaba
como un torso, contagiándome su fuerza y su respiración.
Sé que algún día pasaré toda una noche en la
costa, y esperaré a que despunte el día. Luego quisiera hacer lo mismo en
Jayuya, ver la salida del sol sobre la cordillera.
Con esa
esperanza, en resistencia y lucha, te abraza tu abuelo...
El
periódico puertorriqueño El Nuevo Día publica periódicamente los sábados las
cartas que el preso político Óscar López Rivera le envía desde prisión a su
nieta Karina, a la cual solo ha conocido a través de los barrotes de la cárcel.
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