Por
Sergio Berrocal*
Cuando entendí que Van Gogh éramos todos,
era yo, me enseñaron que se había dado la muerte voluntariamente, pegándose un
tiro con un revólver herrumbroso que le había prestado el propietario de su
pensión de mala muerte.
Me contaron que era una mañana bonita de
verano parisiense, el 29 de julio de 1890 en un pueblo luminoso, casi
impresionista, cerca de París llamado Auvers-sur-Oise.
Me negué a ver su tumba. Me negué a visitar
todos los lugares donde él estuvo, salvo el cuarto donde murió al cabo de días
de trabajosa agonía, al cabo de que la bala herrumbrosa le comiera el cerebro,
el cerebro más luminoso que había alumbrado el impresionismo.
Estaba loco, mon bon, me dijeron los
despreciables aldeanos a los que ni el doctor Flaubert, bueno el doctor Bovary,
el esposo de la recatada Madame Bovary hubiese podido curar la imbecilidad que
se asomaba a vidriosos ojos llenos de euros turísticos y de vino tinto
avinagrado.
Tenía que acabar así, certificó el más
atrevido, al que el Doctor Flaubert hubiese hecho tragar probablemente todo el
arsénico que le sobró a su descarriada esposa.
Mentira cochina, mentira de falsificadores
del alma, falsificadores de la vida, fariseos del templo de la belleza, Pilatos
confabulados con la gran burguesía para darle salida al loco.
Vincent Van Gogh no murió de las
consecuencias de un tiro. La bala que el maldito tabernero le puso en la
pistola estaba repleta de melancolía. Y el tabernero sabía a quién debía
ofrecérsela. Tenía instrucciones del más allá, de los bichos que pueblan
nuestras retorcidas pesadillas, que conforman, confunden y tiran de un mundo
paticojo pero todavía explotable.
Van Gogh falleció de melancolía, dijeron
luego algunos médicos del alma, demasiado tarde, como se dicen las cosas,
faltaría más.
Se dejó morir de la melancolía que le
trituraba lo que él creía ser el alma.Es tristeza negra que corroe pedacito a
pedacito el alma, el hígado del entendimiento. Y puede contigo, con tu razón
que ya no es.Y entonces llega la traca final de muerte.
Cuando le pusieron por primera vez la camisa
de fuerzas, un médico amigo trató de combatir esa melancolía asesina pero el
bicho pudo más que él. Y se llevó el pintor a la tumba.
Sigmund Freud quizá hubiese podido curarle,
darle ganas de vivir. Pero el elegante, el mundano Sigmund era el psiquiatra de
moda de Viena, donde precisamente la melancolía hacía estragos entre las damas
que en la alta sociedad se consumían de aburrimiento vaginal y se refugiaban en
la tristeza hasta desembocar en esa misma melancolía que llevó a Van Gogh a
orillas de un campo para darse un tiro.
Si Freud le hubiese conocido, el pintor que
no pintaba con amor sino con la rabia del perro que sabe que nadie le querrá a
menos que sea toda su perra vida un lameculos espectacular, un payasillo de
circo urbano, tal vez habría podido meterse en esa sociedad glamorosa y
enfermiza de la Viena del vals y de los emperadores. Y hubiese vendido sus
cuadros.
Habría sido rico, feliz, estúpidamente feliz
al brazo de una dama también melancólica que le habría enseñado que el doctor
Freud les curaría la maldita melancolía y que en Viena nadie, ninguna amiga
mía, mon amour, se muere de algo tan vulgar.
Años después me dicen la verdad sobre Van
Gogh, el holandés errante que arrojó sobre una humanidad gris y aburrida
chorreones de alegría amarilla de fuegos artificiales, el que todavía es capaz
de cubrir de millones de colores nuestro conformismo de hijos de la revolución
que ganaron los ricos.
El escritor francés Antonin Artaud, que sabe
lo que nadie puede imaginar de locuras, asegura que Van Gogh no estaba loco, ni
siquiera para encerrarlo. Que esa impresión de no estar era puro genio.
El genio apabulla, corroe las vísceras y el
tránsito intestinal. Todos estamos locos. A Van Gogh le pasaba como a todos los
demás. Nos volvemos locos de desesperación. De paro, de incertidumbre
económica, de atrocidades que los banqueros pintan en sus cuentas de resultados
como hitos de audacia comercial, cuando sólo nos han engañado, despojado,
deshecho.
Van Gogh quiso ser feliz desde que le
dejaron ser una persona, desde que se quitó el andrajoso traje negro de pastor
protestante con que su familia quería verle en su Holanda natal, donde la
miseria era puramente africana. Gracias a dios, el dios que nunca le protegió,
el dios que le azotó sin compasión, el dios que le llevó a la crucifixión en un
campo de trigo donde las mozas guapas y bien alimentadas le miraban con ojos
que les chorreaba entre las piernas que él no veía. Porque cuando Van Gogh
llega a París para ser pintor, puede sobrevivir gracias a su hermano Thèo, que
anda metido en el mundo del mercadeo de cuadros.
Durante sus 37 años de vida, Van Gogh no
tendrá más que un cliente, el hermano generoso, bondadoso, lleno de amor, que
quiere proteger a ese niño grande que apenas sabe andar por el mundo.
Le deja que se vaya a pintar al sur de
Francia, a Arles, que ahora suena mucho en turismo, como todas las
imbecilidades suenan cuando ya no hay música.
Pinta que te pinta, pinta, Van Gogh es un
loco de trabajo. 9000 cuadros dicen que pintó hasta su muerte. Y nunca consiguió
vender uno solo.
Era tan bonito aquel Arles de película de la
MGM en color que cuando se corta el lóbulo de la oreja izquierda para
regalárselo como prueba de amor a una prostituta, deja que le encierren en un
asilo, en St. Remy de Provence. Y antes de que le den el alta pinta el asilo
con tanto amor que se asemeja más que nada a un hotelito perdido en un paisaje
bucólico.
En la pensión de Arles, pagaba cinco francos
por día. En un hotelucho de mala muerte de París, yo pagaba diariamente una
moneda de cinco francos. Gracias a Kirk Douglas, cuando el hombre no andaba a
vueltas con la melancolía, hay un recuerdo tuyo en los cines, para los muchos
analfabetos que no saben leer y apenas llegan a ver.
Van Gogh, te amamos como a nosotros mismos,
en el nombre del padre pastor, en nombre del hijo que no tuviste y en ese
espíritu santo que nunca te socorrió.
*Sergio
Berrocal – periodista franco-español, fundador, junto a relevantes escritores
latinoamericanos del servicio en español de la agencia francesa de prensa (AFP)
y colaborador de la agencia Prensa Latina (PL).
Tomado
del sitio digital Onmagazzine
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