Por Michel
Hernández
Ha muerto a los 82 años la niña eterna de
ojos de luna. La trovadora irreverente y sabia que realmente hizo honor a ese
título viviendo con una extraordinaria honestidad.
La valiente y verdadera martiana que
afirmaba que la vida no vale nada si no se es bueno, si no somos coherentes en
nuestros hechos, con lo que decimos a diario, si no tratamos a nuestros coterráneos
con profunda humildad, sinceridad y cariño.
La artista de espíritu libre y nómada que
siempre tuvo la certeza de que esta vida material solamente es pasajera, para
enseñarnos desde la infancia que para ser grandes teníamos que descubrir hasta
el más oculto vericueto de la sensibilidad de las pequeñas cosas; y encontrar
la felicidad en la realización de alguna buena acción en nuestra existencia
diaria, sin engañar nunca a otros en busca del beneficio propio.
Ha muerto Teresita Fernández cuando más la
necesitábamos, cuando a los que tuvimos la fortuna de crecer con sus canciones
nos embarga la enorme preocupación de que las nuevas generaciones —sobre todos
los adolescentes— no tienen una auténtica Teresita que los ayude a levantar los
cimientos de su educación espiritual.
Un vacío que se notará realmente cuando los
más jóvenes de hoy crezcan y miren hacia atrás (si lo hacen), y descubran que
no tienen mucho que les recuerde que un día también fueron niños.
A pesar de que los medios no aportan
demasiado a que se conozca su obra, compuesta por más de 500 canciones para
niños y adultos y 28 rondas musicalizadas de Gabriela Mistral, hay cantautores
que, por suerte, mantienen vivo su legado como Kiki Corona y especialmente
Liuba María Hevia, una destacada discípula de Teresita que en cada concierto le
habla a los niños de esa extraordinaria mujer de pelo como la espuma y mirada
sabia que convirtió la humildad en orgullo y vivió con el regocijo de haber
sostenido su creación sobre las buenas acciones; de haber sido fiel a su
filosofía de vida; de haber creado una obra que se hizo grande gracias a la
sinceridad y la coherencia con que fue esculpida, una obra que hoy iluminará el
andar de los gatos en los tejados, de los perros callejeros, de las luciérnagas
en las noches de luna, de los seres que se pierden por ahí en silencio buscando
la belleza de las pequeñas cosas.
Hay pocos recuerdos que atesoro en mis
lances por estos mundos del polémico y difícil oficio periodístico como la
ocasión en que conocí personalmente a Teresita. Era una tarde de junio del 2010
cuando una tropa de la Asociación Hermanos Saíz llegaba a su pequeño y humilde
apartamento en el piso 12 del edificio de Infanta y Manglar, para entregarle el
premio Maestro de Juventudes.
Ahí estaba ella dando vueltas, inquieta por
la sala, adornada solamente con los diplomas regalados por los niños de los
barrios del Cerro y de la ciudad de Santa Clara, los retratos de la poeta Ada
Elba Pérez, las imágenes de Cristo, del Che, la Madre Teresa y un pequeño busto
de Martí niño.
Rodeada de sus queridos vecinos, y de tres o
cuatro maravillas de gatos que iban de un lado a otro como si no quisieran
perderle ni pies ni pisada a su amorosa dueña.
Teresita recibió a los que irrumpimos la
soledad de su habitación con su inseparable tabaco, con su sonrisa de mujer
buena, con su mirada de quien lo ha visto todo y tiene un alma tan grande que
puede perdonar los agravios de cualquier ser humano, con la experiencia de
quien viene de regreso de muchas vidas y aún tiene deseos de dar salida a lo
que ha visto por esos caminos de Dios su enorme corazón, lleno de canciones por
hacer, por cantar y de ganas de conocer cómo son los niños de hoy, a los que,
según comentaba, no había podido cantarles por los achaques de la edad.
Después de que invitó a los jóvenes a
sentirse como en su propia casa, Teresita comenzó a resucitar las aventuras
vividas en su paso por el controvertido mundo de los seres humanos; a revelar
cómo nació la canción de aquel otro gatico que le puso Vinagrito, por estar feo
y flaquito; a hablar de la necesidad de profundizar en Martí; a explicar que
para ella el amor también está en el aire, en la quietud de las noches tranquillas
y en el viento que mueve las hojas de los árboles.
Pero sobre todo, su conversación dibujó un
universo muy especial cuando aprovechó el momento para dar algunos consejos a
los invitados. Entre ellos hubo uno que me caló hasta los huesos. "Sé
siempre una persona buena", me dijo con una seguridad pasmosa, mientras me
agarraba la mano como si quisiera grabar la frase hasta en los más
indescifrables vericuetos del alma. Como si tuviera la total certeza de que
esta máxima debía trascender aquel encuentro para convertirse en una lección de
vida para todos los cubanos en estos azarosos y complejos días.
Ella no dejaba de pensar en la sociedad que
palpitaba detrás de sus ventanas, aunque apenas salía de su apartamento, porque
había hecho de la soledad su pasión; y quería que los niños de ayer la
recordaran solamente con esa fuerza vital con la que siempre interpretó sus
canciones, ya fuese en la calidez de las peñas, como en los parques más
destartalados, o en los escenarios más majestuosos.
En todos los lugares era la misma y no
dejaba pasar ni un instante para, sin cobrar un centavo, cantarle a los niños
con su guitarra las historias de las palanganas viejas, de lo feo, de la
belleza de los campos, de la lluvia, de las estrellas, y de las travesuras de
los perros callejeros.
Si bien, como se dijo, la vida la llevó a
alejarse de los escenarios desde hace algún tiempo, la trovadora permanece para
siempre en un lugar muy íntimo de la vida de los que conocimos el mundo a
través de sus canciones, esos que tenemos en Teresita una de esas inseparables
guías espirituales que junto a nuestros padres nos iluminó el camino desde los
primeros años de la infancia, y que desde hoy todos debemos tratar de que su
legado ocupe el lugar que merece en la educación sentimental de todos los niños
y jóvenes cubanos.
Tomado del
sitio digital del periódico Granma
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