Hoy, 2 de noviembre, es el Día de los Muertos y aunque en mi
isla del Caribe no se acostumbra su celebración, preferiré tomar como mía esta
tradición, que me llega más en el espíritu que la fiesta de Halloween, un
proyecto que tratan de impostarnos a la fuerza a los que habitamos al sur del Río Bravo.
Tampoco le doy demasiado crédito a esas
historias católicas que los únicos derroteros después de la vida serán el paraíso
o el infierno. Mi formación religiosa no pasó del bautizo y nunca logré
entender la diferencia entre las trompetas de San Pedro y las calderas
hirvientes de Lucifer.
Prefiero asumir el fenómeno de la muerte con
un poco de más alegría. No sé cuándo ni dónde nos encontraremos, así que ahora
que la tengo mucho más cercana, pensaré en ella como algo más natural, o por lo
menos festinado.
Ahora que ando de paso por estas tierras
centroamericanas, descubro que podría tener mejores refugios para el descanso
eterno.
Si repaso mi vida, quizás pueda irme a el Omeyocán,
ese paraíso del sol donde reina Huitzilopochtli, el dios de la guerra y a donde
van a parar los guerreros. Años de fuertes avatares me sobran como aval para descansar en
paz en ese espacio privilegiado de los dioses, y de donde podré volver al mundo de
los vivos, convertido en ave de plumas multicolores y hermosas.
También podría ir a parar al Tlalocan o
paraíso de Tláloc, donde habita el dios de la lluvia. No dudo que un naufragio o
un diluvio me arrastre y termine en este lugar de abundancia, donde quedaré
como semilla para germinar en tierra santa.
Quizás ese niño eterno que me acompaña me
lleve después de la muerte al Chichihuacuauhco, y encuentre el famoso árbol de
cuyas ramas goteaba leche, donde me alimentaré después de la vida, y aseguraré
regresar de nuevo a la tierra cuando todas las lacras que hoy la habitan
desaparezcan.
O si muero en la tranquilidad de mi cama, o
sentado en mi butaca preferida, terminaré en el Mictlán, ese rincón del cielo
donde viven Mictlantecuhtli y Mictecacíhuatl, señor y señora de la muerte, a
quienes pediré permiso para que no me demoren el viaje al Chicunamictlán, donde
jugaré con mi perro Xoloitzcuintle,
quien me guiará hasta el valle de Xibalbá.
Pero no he muerto todavía y aquí, en esta
tierra divina de cantos y esperanzas, hagamos la fiesta por nuestros difuntos,
a quienes sin dudas, muy pronto saludaremos en el festín eterno.
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