Por Mauricio
Escuela*
Uno se llena de regocijo en esta época, ya
se acercan las parrandas. Se nota en el aire la alegría, la tradición. Los
muchachos del Carmen y San Salvador en su efervescencia no paran de discutir en
las esquinas, y las iniciativas de ambos bandos nunca se guardan con mayor secreto.
Las naves de trabajo, verdaderos centros de
conspiración, son custodiadas por los fanáticos de mayor edad. Priman las
especulaciones en torno a la plaza Isabel II actual Parque Martí.
Unos hablan de la luminotecnia del trabajo
de plaza carmelita, otros de la decoración sansarí, unos se sobresaltan con la
llegada del rectángulo rojo y azul con el gallo blanco, otros lloran de pasión
cuando el banderín pardo y escarlata se pasea orondo.
Los niños en las escuelas miran con ansiedad
el reloj, pues no bien terminan las clases y ya se les ve en las casas de
trabajo. Gallitos y gavilanes, por obra y gracia de la cultura de esta ciudad
hermosa y llena de misterios.
Estamos en el año 2013, y hablamos de una
fiesta que comenzó en 1820, en la barriada de San Salvador, alentada por niños
harapientos y un cura deseoso de ganar feligresía en las madrugadas de
diciembre.
Podrán no ser las mejores de Cuba; pero
nadie niega que las Parrandas Remedianas tienen un aliento original, yo diría
sobrenatural. Aún en tiempos de crisis, como la Revolución del Treinta o las
Guerras Mundiales; estuvieron presentes.
Sus temas han caminado a tenor de la época;
si hoy hablamos de videojuegos y el universo hiperconectado a través de
internet, ayer tratamos acerca de la máquina de vapor, el avión y los viajes
alrededor del planeta o al espacio exterior.
Las parrandas tienen la capacidad de
sobrevivencia de una cucaracha, y la alegría imparable de un manantial de
música encantado.
Jamás perdieron el rebozo infantil, pues los
artilleros así como los artistas, padecen de un tardío amor por lo bello, lo
tierno y lo sabio. Incluso los fuegos artificiales, esos que con razón asustan,
son consecuencia de imaginaciones demasiado poéticas para una noche; muchos
días después de la fiesta los parranderos siguen haciendo gala de su
experticidad en el tiro de voladores y otros artefactos del humo y la pólvora.
Contra las parrandas no pudo el periodo
especial, ni los apagones, ni la poca dolencia de algunos que tomaban sus
riendas con dejadez. Ellas nacieron de un tronco duro, al ritmo de los tambores
afros y las tonadas ibéricas; bajo la luz de los faroles de papel que remedan
los tiempos antiguos de la China Imperial.
No hay suceso más exótico en la historia de
la cultura cubana, ni exorcismo mayor. Los espíritus de la Villa desfilan en
tropel pegajoso, ante los ojos deslumbrados de los visitantes.
Hay quien dice que las parrandas son un
acto ritual, que el pueblo se purifica mediante el consumo excesivo de
felicidad durante 24 horas. Otros, de procedencia foránea, jamás olvidan a la
ciudad luego de una noche de juerga entre los chicos del Carmen o San Salvador.
Leyendas como estas sobran en la Villa de
Porcallo, cuya agua por ejemplo, no debe beberse so pena de nunca poder
abandonar el sitio. Un precio que a algunos les parece bastante justo, dada la
calidad superior de los manantiales subterráneos.
Pero la leyenda de posesión mediante el agua
funciona todo el año, la otra, la relacionada con el fuego de los morteros y
palometas, sólo tiene efecto una vez, un día, apenas unas horas. El pueblito
olvidado de pronto se disfraza de ciudad.
El visitante termina comprendiendo por qué
los habitantes del lugar son tan distintos del resto de los villareños, y
también hasta qué punto tenía razón Porcallo de Figueroa al mantener tan oculto
el ambicionado feudo.
Remedios es más bella con sus parrandas. Y
sus hijos jamás encarnan mejor la cubanía que con los aires de diciembre.
Se los dice Mauricio Escuela, y ahora si me
disculpan, voy a darme una vuelta por la Plaza de Armas, nada más para
disfrutar el ambiente.
Mauricio
Escuela – periodista de la emisora Radio Caibarién y editor del blog Letra irreverente
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