Alzados contrarrevolucionarios en las montañas de El Escambray |
Por Juan Antonio Borrego
Díaz
El bandidismo, alentado y
financiado por Washington, costó a nuestro país la vida de más de 500 de sus
hijos y cerca de mil millones de pesos.
Cuando el 26 de julio de
1965 el Comandante en Jefe Fidel Castro anunciaba en Santa Clara, tras un
quinquenio de lucha, el fin del bandidismo organizado, Estados Unidos
mascullaba su derrota como Polifemo herido.
Lo que se había esforzado en
mostrar al mundo como una contienda civil, un enfrentamiento entre el Gobierno
revolucionario y la oposición interna, que se negaba a aceptar el comunismo
“importado”, era desnudado ahora como una vulgar página de la ya extensa
historia norteamericana de guerras sucias.
¿De dónde salieron las armas
para decenas y decenas de bandas, integradas en su mayoría por desclasados
sociales, ex militares de la tiranía y asesinos? ¿Quiénes les hacían llegar en
aviones y de manera inescrupulosa los avituallamientos para la guerra que costó
al país cerca de mil millones de pesos? ¿Quiénes alentaban a la lucha armada
contra el gobierno y a la desobediencia civil? ¿De dónde trasmitía –y aún
hoy trasmite- la radio anticubana que ensalsaba las “proezas” de Osvaldo
Ramírez, Tomás San Gil, Maro Borges, Luis Emilio Carretero…?
Nadie se atreve a negar que
Estados Unidos fue el principal responsable de aquella epopeya, que dejó a
nuestro país heridas que todavía duelen: Conrado Benítez, Manuel Ascunce, Pedro
Lantigua, la familia Romero … y así una larga lista que supera los 500 muertos
muchos de ellos civiles desarmados que la saña y el odio torturaron y
masacraron sin piedad.
Familiares de aquellas
víctimas en esta provincia, sin dudas la más asediada por el bandidismo,
acceden a testificar su dolor, como lo hicieron cuando fueron convocados por la Central de Trabajadores de
Cuba (CTC) y la Asociación
de Combatientes de la
Revolución Cubana (ACRC), dos de las organizaciones que
firman la demanda interpuesta por nuestro pueblo ante el Tribunal Provincial de
Ciudad de La Habana
contra el gobierno de los Estados Unidos por daños humanos.
Carlos y María Esther Mencía
Gómez, por ejemplo, han querido exigirles cuentas al imperio por la muerte de
su hermano Giraldo Manuel, un joven que con apenas 21 años cayó combatiendo a
los bandidos el 17 de octubre de 1964 en Río Caña, muy cerca de Trinidad.
Jacinto Lantigua, hijo del
campesino Pedro Lantigua, por su parte, no ha podido arrancar de su memoria
desde los nueve años, los recuerdos trágicos de aquella noche de noviembre
cuando a su padre le quitaron la vida por el solo hecho de querer aprender las
primeras letras. Ese propio día Carretero y sus hombres no quisieron tampoco
que Manuel siguiera vivo. Había cometido sólo un delito: ser maestro.
“Los asesinos de mi
padre fueron juzgados –asegura Jacinto, hoy custodio de Transgaviota-
pero eso no resarce lo que significó su muerte, lo perdimos cuando más lo
necesitábamos, aunque la
Revolución no nos dejó desamparados, siempre en las becas el
Estado se hizo cargo de nosotros hasta que fuimos mayores”.
El trauma de Limones Cantero
llegó a toda la familia, e incluso los dos hermanos mayores de Jacinto nunca
han logrado superar sus trastornos en el sistema nervioso. Y es por eso y por
muchas otras atrocidades que ni los Lantigua, ni los hijos del Escambray, ni de
toda Cuba están dispuestos a perdonar.
Un trabajo del periodista Juan Antonio Borrego
Díaz, del Periódico Escambray, y tomado del sitio digital CristodeCuba
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